La muerte de Mario no es una muerte más. Al menos para los cordobeses que llevamos a nuestros símbolos y a nuestra historia en lo más profundo de nuestro ser. Porque Mario era un símbolo de Córdoba, a pesar de que había nacido en San Juan.
La ciudad, su ámbito, su devenir cotidiano nunca más serán lo mismo. En el trajín diario de todas las mañanas, desde el despertar hasta el camino al trabajo, faltará algo inasible pero inevitablemente extrañable: la voz inconfundible de Mario Pereyra.
Es si como a nuestros despertares, de golpe le sacaran el hogareño perfume del mate recién cebado.
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A la señora que desde temprano comienza sus tareas de la casa, al que marcha apurado hacia su trabajo pero con la radio encendida, a los periodistas a quienes desde las 8 nos taladraba los oídos con sus anuncios y opiniones, en fin a todos nos estará faltando algo imprescindible, que teníamos incorporado a nuestra rutina diaria.
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La voz de Mario -en irónica paradoja- no era precisamente "radial", en el sentido clásico de la apreciación. Siempre "al taco", siempre arriba, siempre polémico y raramente inquebrantable. Ni cuando murieron su hijo y su nieto aflojó, y salió al aire a las pocas horas con un estoicismo que nos dejó paralizados.
Era una muestra única de su profesionalismo a toda prueba. No se trata aquí de la desaparición de un gran periodista, de un gran hacedor, de un apasionado y polémico comunicador. Se ha perdido una parte misma de Córdoba, de la identidad de esta castigada ciudad.
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Estas líneas podrían ser muchísimo más extensas, pero solamente he querido centrarme en este aspecto que hace a lo inmanente, a esos símbolos sutiles pero tan queridos que nos han acompañado a lo largo de muchísimos años y que sin que hayamos tomado plena conciencia de ello, forman parte de nuestra vida.
No puedo decir que te voy a extrañar Mario, pero sí que el mate de la mañana no tendrá el mismo sabor porque le faltará la compañía de tu voz atronando la radio.