Lo que Cristina Kirchner llama “low fare”, Donald Trump llama “cacería de brujas”. Lo que la vicepresidenta argentina llama “proscripción”, el magnate conservador llama “destruir mi candidatura”. Y lo que son Mauricio Macri y Héctor Magnetto en la lista de “corruptos” que quieren destruirla según la ex mandataria argentina, en la lista del ex presidente norteamericano son “los Clinton” y Joe Biden.
Pero ambos plantean exactamente lo mismo: son víctimas de una conspiración para barrerlos del escenario político a través de patrañas judiciales lucubradas por magistrados complotados y por los grandes medios de comunicación.
No son los únicos. Argumentos similares usan el izquierdista Rafael Correa, los derechistas Jair Bolsonaro y Benjamín Netanyahu, entre otros.
No importa si son de derecha o de izquierda, el relato es el mismo. Y en ambos casos hay vestigios de verdad enredadas en frondosidades de mentiras.
Al subir al escenario que montó en su mansión de Palm Beach para hablar ante una muchedumbre con más rasgos de club de fans que de militancia, lo que dijo Trump refiriéndose al tribunal de Manhattan que lo procesó, es totalmente equivalente al “preguntas tienen que contestar ustedes” que disparó Cristina contra los jueces de Comodoro Py. Del mismo modo, recurriendo al caso de Hunter Biden, Trump se pareció a la líder del kirchnerismo preguntándose en un video “¿a mí me acusan de administración fraudulenta cuando estos amarillos dejaron 45 mil millones de deuda….y se pasean en aviones?”.
El contraataque de Trump fue de manual. Dijo lo que dicen todos los gobernantes acosados por causas de corrupción u otros delitos graves. También usa la victimización como instrumento para hacer que sus adherentes cierren filas en su defensa y convenzan a los demás de su teoría sobre los procesos judiciales que avanzan en su contra. Además, el instinto empresarial lo dispuso a convertir esta adversidad en una ventaja. Hasta merchandising con su procesamiento está produciendo el millonario neoyorquino.
El resultado, de momento, es favorable. Haberse convertido en el primer ex mandatario procesado penalmente en la historia norteamericana, lo posicionó por encima de su más duro adversario en la lucha por la candidatura republicana, el gobernador de Florida Ron De Santis, y por cierto de los demás anotados para disputar las primarias del “Grand Old Party”.
Pero en un plano más amplio, lo que se ve es que una contundente mayoría que supera el sesenta por ciento de los norteamericanos, considera que es culpable de los cargos penales por los que decidió procesarlo el tribunal de Manhattan.
En Estados Unidos, como en muchos países del mundo en los que irrumpió el fenómeno de la “grieta”, grandes porciones de población no se guían por lo que ven, sino por lo que sienten.
El terreno de las emociones que le creen a Trump porque se identifican con él y “sienten” que las representa, alcanza a un cuarenta por ciento de los estadounidense, lo cual es una porción inmensa. Pero es posible que decrezca cuando el proceso por el caso Stormy Daniels empiece a supurar detalles escabrosos y exhiba pruebas de balances adulterados, mientras que difícilmente crezca, aunque el fiscal no logre convencer al jurado.
En los otros casos que pueden convertirse en procesos penales, las pruebas están al alcance de la población. Todos pudieron escuchar la grabación que hizo el secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, del llamado telefónico en el que Trump le reclama que “encuentre” 11,780 votos, que era lo que le faltaba para dar vuelta el resultado y quedarse con los quince electores de ese estado del sureste norteamericano.
Trump presionó a Raffensperger para que cometa un fraude en Georgia. Y a ese estado no lo gobernaban los demócratas sino los republicanos. Más aún, el funcionario al que presionó para que altere el escrutinio, era un conservador trumpista. O sea, no puede acusarlo, como al fiscal de Manhattan, de ser un demócrata “ultraizquierdista” que lo odia por racismo. El fiscal Alvin Bragg es afroamericano, y decirle racista por acusar a un millonario blanco, es más fácil de considerar un acto de racismo.
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El otro caso donde las pruebas en su contra están a la vista de todos, es el referido al asalto al Capitolio. Sus acciones, gestos, palabras y silencios a lo largo de aquella trágica jornada que dejó cinco muertos y una mancha en la historia de la democracia norteamericana, alimentaron la violencia política que se abatió sobre el Congreso.
Como en los casos de corrupción y de ataques a la institucionalidad que jaquean a otros ex mandatarios de izquierda y de derecha, el principal problema de Donald Trump no está en los jueces y fiscales sino en el sentido común de la sociedad para interpretar lo que está a la vista.