Todo reinado nace en un funeral. El de Carlos III nació en el funeral de su madre. Con la vara muy alta, empezó el trayecto monárquico de un hombre que en muchos genera el vértigo de la duda. ¿Estará a la altura del legado de Isabel II? ¿Podrá hacer lo que debe hacer el monarca de una democracia?
Las monarquías parlamentarias europeas han tenido reyes que supieron hacer lo que Isabel II hizo con excelencia ¿Qué cosa? Nada. Y la reina fallecida lo hizo muy bien.
En las democracias, no gobiernan, sino que reinan, o sea, simbolizan un Estado y una nación sin hacer nada que interfiera o perturbe la acción gubernamental y la vida institucional. En esos términos, hacer nada no es fácil.
Juan Carlos de Borbón hizo cosas positivas para la democratización de España y la consolidación de su reino nacido de una dictadura, pero cuando lo que debía hacer era no perturbar la democracia establecida, empezó a fallar de manera indecente y torpe. Acumuló escándalos, frivolidades y actitudes reprochables, hasta que una foto ostentando la cacería de un elefante terminó de destrozar su imagen y abrió en la monarquía española heridas que supuraron turbios negociados.
A su hijo Felipe VI, coronado en el funeral de la buena imagen que había tenido el rey empujado a ser emérito por los estropicios propios, le toca restaurar la aceptación de una institución anacrónica y de dudosa utilidad.
De Charles Philip Arthur George, el flamante Carlos III, no se esperan derivas como las de Juan Carlos I. Mucho menos extravagancias ridículas y ostentosas como las del tailandés Maha Vajiralongkorn, o Rama X, quien destrozó en tiempo récord el legado de su padre, el respetado rey Bhumibol Adulyadej. Pero tampoco se espera que tenga las virtudes de su abuelo ni las de su madre.
Jorge VI hizo la proeza de afrontar la Segunda Guerra Mundial en un trono que no deseaba y debió ocupar cuando su hermano, Eduardo VIII, lo abandonó para casarse con la plebeya norteamericana que tenía dos divorcios: Wallis Simpson. A su lugar en la historia lo ganó luchando contra una tartamudez que necesitaba vencer para poder dar los discursos que su nación de naciones necesitaba escuchar bajo las bombas de Hitler. Y conquistó el respeto total cuando rechazó la oferta de ser evacuado con su familia a algún país seguro, eligiendo permanecer en las islas afrontando el peligro que afrontaban todos los británicos.
A su hija Elizabeth Alexandra Mary le tocó otro tipo de desafío, que no precisaba heroísmo pero si una templanza especial: ser el símbolo inmutable de un Estado de varias naciones, el símbolo de lo que permanece inalterable en un tiempo de cambios vertiginosos.
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El de Isabel II fue un tiempo de grandes transformaciones culturales, y los ingleses, galeses y escoceses necesitan que algo permanezca inalterable en medio de todo lo que cambia: la identidad como Estado de naciones; identidad simbolizada por la persona que ocupa el trono.
La Guerra Fría modificaba el tablero europeo, el espionaje y la carrera armamentista ensombrecían el futuro, Los Beatles y demás exponentes de la era sicodélica del rock, la música beat y el arte pop, cambiaban la estética hasta en la forma de vestir y demolían la moral victoriana proclamando el amor libre.
No sólo los jóvenes del Mayo Francés quisieron llevar “la imaginación al poder”, y en ese escenario no fue fácil mantener en pie y con la aceptación de la sociedad a una institución anacrónica, desprovista de lógica y esencialmente des-igualitaria.
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A las décadas de revoluciones culturales y tecnológicas reconfigurando las sociedades, se sumó en el crepúsculo de la vida de Isabel II, otro sismo de gran magnitud política, social y económica: el Brexit.
La utilidad de la corona para la sociedad británica es representar lo que se mantiene inalterable en el tiempo, para conservar una idea permanente de nación. No era fácil representar lo que permanece inalterable en un tiempo de revoluciones culturales, científicas y tecnológicas demoliendo costumbres y tradiciones.
La hija de Jorge VI y tataranieta de Victoria, fue una buena reina porque cumplió con el rol que le exigió su momento en la historia. Con ella en el trono, en un mundo donde todo cambia y todo se disuelve en la “modernidad líquida” que describió Zygmunt Bauman, los británicos miraban hacia Buckingham y encontraban lo que continúa; encontraban la calma de la quietud en la tempestad del movimiento en aceleración permanente.