Juan Schiaretti estaba tan cansado como Alberto Fernández el jueves por la noche. El gobernador, rodeado de varios de sus colaboradores, veía por televisión al presidente explicar la nueva prórroga de la cuarentena hasta que se sorprendió por la distinción que llegaba desde Olivos para todo el país de “aislamiento como hasta ahora” para el Gran Córdoba y “distanciamiento” para el resto de la provincia.
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Ni una mueca le sacó la cita que hizo Fernández sobre los dichos de Schiaretti en la larga teleconferencia matutina sobre ese país radial, concentrado en Buenos Aires, con el venenoso diseño de una araña.
El gobernador tenía pensado su anuncio del viernes de más flexibilizaciones en el interior pero ahora lo que se había convertido en más importante era, una vez más, interpretar y enmendar el discurso presidencial.
Donde el presidente dijo “Gran Córdoba” debía decir “ciudad de Córdoba” pero la idea de dar una “buena noticia” el viernes se había diluido.
Es que ahí están dos de los grandes problemas que atraviesa el Gobierno provincial: ya los anuncios tienen un impacto menguado por hastío ciudadano y porque hay cosas que se formalizan después de que se implementen de hecho; la sujeción y dependencia a las decisiones del poder central ha achicado a la mínima expresión las posibilidades de decisiones autónomas, más allá de la pandemia y sus secuelas.
Primer elemento. Schiaretti había delegado en el COE y algunos funcionarios la comunicación de las novedades, buenas y malas. Después, para abajo, se habían repartido: las buenas las daba el ala política y las malas el ala sanitaria.
Pero un día, en el Centro Cívico empezaron a preocupar otros números que no estaban relacionados ni con los infectados ni con las cuentas públicas: los de la imagen del gobernador.
Aquel Schiaretti que había sido votado por casi el 60 por ciento de los cordobeses hace tan solo un año y que entró en la cuarentena con niveles de aceptación cercanos al 80 por ciento, registró en las últimas semanas porcentajes de apoyo de alrededor del 50 por ciento.
La cifra es alta pero claramente implica una curva descendente importante. A varios gobernantes, incluido el propio presidente, le está pasando lo mismo.
Por eso, el principal asesor comunicacional y político de Schiaretti decidió que el gobernador apareciera casi todos los días haciendo anuncios y comunicando cuestiones vinculadas a la salud, la economía y la vida cotidiana de los cordobeses.
Pero los anuncios tienen impacto una vez. La siguiente se va menguando y después genera escasa novedad. Más en tiempos de hastío y malaria.
Lo peor, por venir
Schiaretti, profundo conocedor de los números, sabe que lo peor en materia económica está por venir. Que la crisis tal vez impacte peor que aquella de 2001-2002. Y que su gestión y la de los suyos ya está sufriendo, y mucho, el desgaste de un par de décadas de ejercicio del poder de manera ininterrumpida.
Cuenta a su favor no tener factores de poder en contra. Disciplinados casi al borde de ser un mero formalismo, los poderes legislativo y judicial, en el resto de los actores sociales cordobeses no hay focos de oposición o cuestionamiento de peso a la gestión peronista.
Pero esa soledad local tiene como contrapartida una dependencia del Estado nacional que se agudiza por horas.
Sin la ayuda central, provincias y municipios no tendrán en breve ni para pagar los sueldos.
Eso acota los márgenes de maniobra de manera considerable para cualquier mandatario provincial, que deberá hacer del “Sí Alberto” una consigna central.
Tremenda disyuntiva para el gobernador cordobés, que construyó su poder –en parte– posicionando con cierta fortaleza ante el gobierno nacional.