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El escondite perfecto

Me gustaba jugar a la escondida. Era mezcla de astucia, velocidad mental y física, la adrenalina de perseguir o ser perseguido y la sensación de victoria si te librabas o te tocaba contar y no se te escapaba ninguno. Me gustaba que jugáramos en las obras en construcción. Había una, incluso, a la vuelta de mi casa, a la que le había estudiado todos los recovecos.

Por Jorge Cuadrado
13 de septiembre 2018, 12:49hs
"No sé si me habré dormido o qué. Lo cierto es que dejé de escuchar voces y ruidos".

Me acuerdo de que pasaron varias semanas desde que yo la propuse hasta que fuimos a jugar ahí. Probablemente entre la barra de amigos se corrió la bola de que me estaba entrenando y evitaban a propósito el lugar, hasta que no les quedó más remedio que aceptarla.

Éramos ocho o nueve. El número ideal. Recuerdo haber elaborado una estrategia y que todo me veía saliendo a la perfección. Me ofrecí a contar y descubrí al Rodi Rubiolo, el más picante del grupo, el verdadero rey de la escondida, en el hueco de una persiana.

Se nos había hecho tarde ese día de invierno. Habíamos llegado a la obra como a las cuatro, así que tratábamos de ir rápido antes de que se hiciera oscuro.

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Cuando contó el Rodi, me escondí en el sitio que tanto había estudiado. Un hueco suficientemente ancho en una especie de doble pared que no podía detectarse desde ningún punto de observación. Me acurruqué lo mejor que pude, para ocultarme y para combatir el frío que se volvía intenso. Había calculado el tiempo que necesitaba para librar a todos. El Rodi en algún momento iba a tener que salir de la obra y yo, en un par de saltos, estaría en la piedra.

Desde mi escondite ideal escuché que los fue descubriendo a todos. Hasta que solamente quedé yo. Se hacía tarde y había empezado a sentir el frío con rigor.

No sé si me habré dormido o qué. Lo cierto es que dejé de escuchar voces y ruidos. No había corridas, ni susurros, ni pasos furtivos. Supuse que me estarían buscando afuera, pero como no estaba seguro no me animaba a saltar para llegar a la piedra.

Quizá el Rodi me estaba tendiendo una trampa. Pero los minutos pasaron. Todo se volvió oscuro y el frío ya era insoportable. Recuerdo mis labios duros y los pies entumecidos. Cuando empecé a sentir miedo, ese terror hecho de frío, oscuridad e incertidumbre, salté de golpe y corrí lo más rápido que pude. “Piedra libre para todos mis compañeros”, grité. Grité fuerte. Un grito ahogado, mezcla de júbilo y desesperación.

Pero nadie me escuchó. Ni en la obrita en construcción, ni afuera, ni en toda la cuadra. Vaya uno a saber cuándo se habían ido todos. Corrí. Corrí con impotencia un par de vueltas a la manzana. Corrí gritando en vano cada uno de los nombres de mis compañeros, hasta que mamá salió de casa y me ordenó que me metiera urgente en el baño porque me iba a morir de frío.

Por supuesto que el episodio me marcó. Con el mismo rigor del frío y la oscuridad de aquel juego. Pero ninguno de mis amigos me habló jamás del tema y por orgullo nunca quise preguntarles. En mis días de autoestima alta pensaba que no querían reconocer que les había ganado. Cuando, por el contrario, bajaba la guardia y me entraban los golpes de la angustia, sentía que se habían olvidado de mí, que simplemente se trataba de que no habían registrado mi ausencia.

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Años estuve masticando esa duda. Años en los que nunca pregunté y nadie me aclaró nada tampoco. Hasta que nos hicimos grandes. Cada uno de nosotros siguió su camino, se mudó de barrio, de ciudad, fue a la facultad o consiguió un trabajo.

Un día escuché hablar de “bullying” y ya no pude dejar de asociar aquel episodio con esa palabra. Eso era. Mejor dicho, eso empecé a pensar. Que me habían hecho bullying. Que habían preparado todo para darme vaya a saber qué lección.

Un día me encontré con el Rodi y otro amigo de aquella escondida. Ya estábamos casados y teníamos hijos. Y quizás por eso me animé a preguntar. Les dije que durante años me había perseguido la pregunta de por qué no me habían buscado y hasta reconocí que tenía ese recuerdo clavado como una espina larga y dolorosa. Pero ellos se miraron como si les hubiese hablado de ciencia ficción. Ninguno se acordaba de ningún juego de escondida en esa obra y mucho menos de haberme dejado solo y muerto de frío en el vestidor de la pieza de arriba.

Empezaron a acordarse de otras cosas. De los partidos de fútbol en la canchita de la otra cuadra, de cuando se nos ocurrió jugar al elástico con las chicas. Se rieron un rato hasta que se cansaron, me palmearon la espalda y cada uno tomó por su lado.

Con el tiempo me encontré con otros participantes de aquel juego. Ya teníamos hijos grandes. Pero nunca me animé a preguntarles nada más.

Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.

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