"La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", repetía sin cansarse la profesora de Educación Cívica a mediados del '83 cuando cursaba el primer año del secundario en mi pueblo natal del interior de Córdoba.
"Más que una salida electoral es una entrada a la vida", arengaba el spot de Raúl Alfonsín en el viejo tele en blanco y negro de mi abuelo y la dictadura agonizaba a la luz del nuevo orden por nacer.
Sin dudas, respiraba el aire de algo bueno por venir. Atrás quedaban las consecuencias de una represión irracional, los miles de desterrados, millones de hambreados y desocupados. Atrás quedaban la especulación, la corrupción, la censura, las listas negras y los presupuestos educativos más bajos de la historia.
Por fin estábamos en la lista de los "países normales". Caminamos 35 años y ahora me pregunto, cómo explicar la bronca por este desencanto de aquel prometedor encanto de los '80. ¿Por qué nos pasa lo que nos pasa?
Tengo la extraña sensación que el domingo fui a votar solo por rutina y para desechar cualquier reproche legal, antes que por convicción. La promesa inicial de lo perfectible, contrasta con la más absoluta degradación de un sistema que hoy se muestra corrupto, paupérrimo e incapaz de mejorarle la vida a la gente. Basta con mirar a nuestros vecinos del continente para advertir (salvo excepciones), que la mayoría de nuestros indicadores para el desarrollo y crecimiento no detienen su caída más o menos estrepitosa según los casos. Se necesita algo más que el slogan de que "con la democracia se come, se cura y se educa".
En Córdoba, la tozudez enceguecida de una oposición desorientada le regaló al oficialismo el tentador banquete del poder absoluto. Y a nivel país, el panorama no es más alentador. Vivimos una hora crucial entre el fracaso del cambio que no fue y la probable consagración de la impunidad más obscena jamás vista.
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La decadencia argentina es mucho más que un conjunto de variables económicas. Es ante todo una crisis moral y humana. Una sociedad sin códigos no tiene futuro.
En esta historia cíclica, indefectiblemente seguimos corriendo hacia el abismo, con el solo interrogante de saber si podremos detener la carrera justo antes de caer al vacío como decía el ex presidente español Felipe González.
Afirman que los seres humanos somos más crédulos que incrédulos por naturaleza y resulta inherente buscar en algo o alguien la salvación, pero todo tiene un límite. Hace rato que perdí el equilibrio entre el optimismo y el escepticismo, más bien como diría don Ernesto Sábato, me he convertido en un "optimista trágico" y ya no tengo tiempo para la espera.