Siria es primer importador mundial de yerba mate.
A la misma hora que Donald Trump suelta bombas sobre territorio sirio, yo viajo de Córdoba a Pilar. Me esperan unos sirios que llegaron en noviembre como refugiados. Ellos escaparon de la guerra, yo voy a hacer una nota.
La noche anterior a los bombardeos de sus compatriotas, a esta familia le entraron a robar. Les llevaron una garrafa del patio y todos los papeles que trajeron de su tierra. Yo pienso: “Se salvan de las bombas, qué les puede hacer un robo típico que sufre cualquier familia argentina”.
Llego a Pilar. Ellos viven del otro lado de las vías. La puerta está abierta cuando cae la noche. Adentro están un montón de sirios. Son las familias de dos hermanas que solo dicen en español un “hola” con una “o” que raspa amarga entre sus palabras en árabe.
En la mesa hay un tupper con pochoclo, dos pavas y dos mates. Miro los mates llenos de yerba lavada y no entiendo qué hacen ahí. Hay unas diez personas que hablan en árabe, se saludan, se dan ánimo y me miran con recelo. A mí y al camarógrafo.
Un hombre de barba me arrima un mate con una sonrisa. Se llama Martín Dahir y es de La Pampa. Me responde con una sonrisa cuando le devuelvo el amargo con una pregunta y él me responde “Siria es el primer importador de yerba mate del mundo”. Me explica que durante décadas y décadas los paisanos que volvieron a Siria llevaron de acá su compañero de soledades, el mate, y allá prendió como la semilla de un olivar.
Lo toman los musulmanes, los católicos, los cristianos ortodoxos, y si hay algún agnóstico quizás también cebe uno que otro. “Eso sí, allá no toman del mismo mate, cada uno tiene el suyo”, me aclara que “es horrible” y que lo toman en un vaso con muy poquita yerba.
Mi oído se acostumbra a la charla animada y llena de gestos de los sirios dueños de casa. Maia se acerca presumiendo de las pocas palabras que aprendió de nuestra lengua en el Ipem de Pilar. Tiene lentes y el pelo mojado. Ella y su hermana Yoel, recién salen de bañarse. Llevan la toalla en la cabeza como cualquier mujer que sale de bañarse, pero yo, occidental e ignorante, creo que son turbantes.
A Yoel le cuelga un rosario de plástico fluorescente como el que tenía mi abuela. Esos que se iluminan en la oscuridad de la noche. “Miedo, tengo temer”, me dice Yoel, que de sus trece años vivió doce y medio en Aleppo, Siria, y medio año en Pilar, Argentina.
Cuando llegaron a la Argentina les dijeron que lo bueno era que iban a una pequeña ciudad del interior del interior. Que no había que temer. En sus primeros días acá los asustaron los perros.
En Siria no es común el mascotismo por una mezcla de costumbres milenarias y preceptos religiosos. Hay perros para cuidar los olivares o para proteger las fincas o para cazar. En las casas no tienen perros como nosotros tenemos acá. Tampoco hay sapos y eso también les costó en este pedazo de pampa húmeda donde está Pilar.
Los primeros sirios que llegaron a Argentina hace más de cien años se afincaron en climas secos como La Rioja, Salta o Jujuy. Se armaron su tierra y la llenaron de mates trasnochados y lavados. El paisaje de allá y el sabor amargo de acá.
La familia de Hafez no tiene inmigrantes en su familia. Ellos no querían dejar su tierra, pero Aleppo es zona de guerra y ellos son cristianos. Una monja los ayudó a encontrar un lugar en el mundo y ese lugar terminó siendo Pilar. Yo ya tomé tres mates y estoy a punto de salir en vivo para Telenoche y contar la historia de los sirios.
La familia rodea el televisor puesto en El Doce. Los conductores antes de pedir el móvil recuerdan el informe que hicimos en el noticiero. Hafez y su esposa Mary se abrazan ante el televisor que muestra los edificios bombardeados de su ciudad natal. Yoel y Maia se sacan las toallas de la cabeza y detrás de los lentes se les derraman lágrimas pesadas que anduvieron miles de kilómetros.
A esa hora, en Siria, están cayendo del cielo 59 misiles “tomahawk” norteamericanos. Nosotros, en Pilar, no lo sabemos. Yo solo escucho las lágrimas de Yoel que caen silenciosas sobre el rosario que es igual al que tenía mi abuela. La luz de la cámara se enciende y ellos están ahora parados mirándose en el televisor que los proyecta en vivo. Las dos pavas tibias sobre la mesa tiene algo de agua y Martín me alcanza un mate.
“Marhabaan, Mary”, la saludo en árabe. “Hola, Mary”, aclaro en mi idioma. Ella suelta un discurso largo en su lengua materna y es como entenderla y saber qué reclama. Le llevaron los papeles que dicen quiénes son.
Ellos que están acá y son de allá. Yo aún no dimensiono el porqué de tanta preocupación. Yo, de acá, acostumbrado a los robos domiciliarios, a las crónicas de motochorros, a las salideras, a las entraderas, a los pungas y los arrebatos; no entiendo por qué estas personas acostumbradas al temblor de las paredes por un bombardeo están, ahora, asustadas por una garrafa y unos papeles ilegibles para cualquier occidental.
La nota sigue al aire y todos lo entendemos juntos. “Ellos, allá en Siria, por diferentes razones, no están acostumbrados a los robos. Allá no se roba. La gente vive con las puertas abiertas, las joyerías cuelgan las joyas como una golosina en un quiosco y nadie roba”, me dice Martín mientras estamos al aire para el noticiero.
Vuelvo aclarar sobre el mate, y me siento reiterativo. Sobre su historia de idas y vueltas entre generaciones de sirios que van y vuelven de la acá para allá. No me siento reiterativo. Lo que siento es vergüenza. Martín me ahorra las palabras cuando la prima más chica de Yoel y Maia dice “passport, passport, passport” y está a punto de llorar.
Martín entiende que ellos tomaron nuestras costumbres más bellas como compartir un mate y las mesas familiares largas, pero le cuesta horrores y una vergüenza muy dolorosa explicarles que acá es común que te roben.
Me voy con vergüenza y sabor a mate lavado y los dejo en ese lugar triste que es el desarraigo. Cae la noche sobre Córdoba, caen las bombas sobre Siria y yo recuerdo un poema que Cortázar una vez le compartió a Atahualpa Yupanqui en Europa:
Al árbol ya cortado no lo claves en tierra
porque su copa seca no engañará los pájaros.
Al dique que discurre no le levantes vallas
que allá en el aire libre cabalgarán las nubes.
Al hombre desterrado no le hables de su casa,
la verdadera patria caro la esta pagando.