El fenómeno había comenzado, un ruido intenso invadía el patio del instituto mezclado con murmullos, sonrisas y diálogos astronómicos. Pasaban los minutos y el sonido se hacía más agudo, algunos se animaban a compararlo con alguna nota musical y otros se concentraban firmes en lo que escuchaban.
Mientras el eclipse avanzaba hacía su momento épico, finalmente la luna se interpuso al sol, las órbitas coincidieron con la tierra y la magia se hizo. Nosotros privilegiados de ser parte del majestuoso evento, eso de estar justo en el lugar y momento indicado, pero no sólo fue el instante en que el cielo se oscureció, y todo se volvió un anochecer repentino a las 17.42 de la tarde: fue mucho más que ser testigo de un evento asombroso de la naturaleza que se repite muy pocas veces en la vida.
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El sonido no cedió y pudimos presenciar una percepción distinta del eclipse, en medio del patio del Helen Keller donde la mayoría de los presentes eran ciegos o con diferentes discapacidades visuales. Ellos también fueron parte increíble porque lo escucharon.
Fue el sonido del eclipse: por primera vez en la historia un hecho tan visual pudo ser apreciado por aquellas personas que no pueden ver. Sus rostros conmovidos, sus palabras de felicidad y agradecimiento fueron el complemento ideal de la tarde.
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Y todo gracias al poder de la tecnología. Un aparato cedido por la Universidad de Harvard que “permite transformar la luz en sonido”, así de simple lo explicó con pasión el profesor de física Carlos Colazo, que acompañó con un relato apasionado todo lo que iba aconteciendo. Y para mí quedó como el día que “escuchamos”el eclipse. Gracias.