A fines de septiembre, el asesinato del vecino de Alto Alberdi, Adrián Brunori, sacudió a la sociedad entera y el reclamo por seguridad se hizo carne. La cobertura del dolor de una familia desgarrada traspasó la pantalla y también estremeció a los que trabajamos detrás.
Con esa sensación de desprotección volví a casa esa noche. Sin embargo, en la esquina del Centro donde vivo había un patrullero con tres policías.El “operativo” parecía repetirse en toda la zona: por primera vez en mucho tiempo, y casi olvidando el drama del día, me sentí seguro al entrar.
Pero pasaron uno, dos, tres días. Esperé una semana y otra más. Y no volvieron. Mientras tanto, en la ciudad sí regresaron los robos diarios, los cada vez más comunes golpes comando (¡una policía se robó un celular durante el operativo!) y, en un pueblo que solía ser tranquilo, hasta se robaron la campana de más de 100 kilos de una capilla.
Lo más triste no es sentirse todo el día en la mira de los ladrones: es darse cuenta de que ni siquiera los casos más crueles “sirven” para que esa sensación de seguridad pasajera se transforme, por fin, en una realidad.