De pronto descubrimos que aquellas personas a las que no les prestamos la mínima atención en la vida (excepto cuando tienen edad para votar) son “agentes importantes de nuestra sociedad” porque se han convertido en “vectores de contagio”. Ni conciudadanos, ni compatriotas, ni sujetos con derecho y mucho menos seres humanos. Vectores de contagio. Objetos.
Apenas dan un paso como seres libres, el mundo adulto comienza a olvidarlos. Se acuerda de ellos cuando son víctimas o victimarios. Cuando mueren o matan demasiado pronto. Mientras tanto los deja sueltos. Los empuja a la noche, al alcohol y las drogas y después los persigue si necesitan salir en los medios para mostrar su imagen anti narco o anti boliches.
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Recuerdo haber preguntado en un debate de candidatos por qué sólo prometían lo que iban a hacer de día, si es durante la noche cuando ocurren nuestros peores flagelos. Los chicos se estampan en los autos sobre rutas malas y sin control, toman y fuman hasta entrar en crisis, se matan a golpes, a tiros, a cuchilladas, roban o son robados, se extravían, se suicidan. Todo eso mientras el cuerpo político del estado duerme para estar fresco en el operativo electoral del día siguiente.
Pero lo de este verano supera el pronóstico más perverso. Durante este año los encerramos en sus casas. Les prohibimos las reuniones, los ejercicios; les cerramos las escuelas, los parques, los clubes, los gimnasios, la canchita de la esquina; les impedimos los viajes de estudio, las ceremonias de egresados.
Los sancionamos por andar en bicicleta, les quitamos las motos por no llevar permiso para visitar un pariente, los encarcelamos por ir a comprar cigarrillos, por reírse en una plaza. Los acosamos con la gendarmería por cruzar de provincia, con la prefectura por entrenar en un bote, les mandamos la policía por festejar un cumpleaños, los dejamos morir sin cariño paternal, los matamos con balas del estado por andar en auto de noche.
Después de todo eso, cuando hartos del hastío y la represión pudieron salir a encontrarse y celebrar, mirarse a la cara, chocar los puños, compartir una cerveza, una charla, un picado, pudieron quererse o llorar juntos, es decir, sentir y disfrutar del insurrecto hecho de vivir, se encontraron con el estigma de ser agentes de la difusión de la pandemia. Vectores de contagio.
Lejos de sentarse a dialogar con ellos, de usar los miles de billetes que imprime el estado para comprender y educar, volvieron a hacerles sentir en la espalda el rigor del autoritarismo. Erika lo sufrió como nadie. La nena santiagueña de 10 años que a ojos de la policía de Zamora cometió el tremendo delito de no usar barbijo y se la llevaron presa.
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Lejos de volvernos mejores, el “enano fascista” que anida en nosotros pudo expresarse a sus anchas durante los confinamientos. Y como si se tratara de una reunión de los Capone en Chicago, los Luciano en Las Vegas, o los Corleone en Palermo, los gobiernos llamaron “clandestinas” a las reuniones hogareñas, “irresponsables” a las juntadas en la calle o directamente “delictivas” a las aglomeraciones en las playas.
Pero como el padre borracho y golpeador, el estado no se priva de sancionar pero sí de dar el ejemplo. Mientras prohíbe a izquierda y derecha los encuentros juveniles, estira la alfombra roja para habilitar casinos, pequeñas o multitudinarias manifestaciones, exequias fastuosas.
Los líderes y representantes de los jóvenes “contagiadores” se duermen en las sesiones del senado, succionan lolas mientras discuten leyes en diputados, se fotografían sin pudor violando todos los protocolos sanitarios habidos y por haber.
La crueldad de la doble moral llevada al paroxismo. El gobierno sin leyes de la hipocresía. Una vez más los jóvenes en el centro de las noticias como víctimas o victimarios. Jamás como protagonistas de una sociedad que vive prometiéndoles el futuro mientras en el presente los excluye y los abandona.