La caída de Mario Draghi no es un episodio más en la caótica política de Italia. Es un acontecimiento inquietante. El parlamentarismo italiano siempre tuvo aires de comedia, pero la escena vivida en estos días se parece más a una tragedia. Italia y Europa no han perdido a cualquier primer ministro. Han perdido al más prestigioso de los gobernantes actuales. Y quienes emboscaron y destruyeron un gobierno que estaba funcionando bien, son admiradores y amigos de Vladimir Putin.
Si las cosas salen tal como las calculó la devota de Mussolini que organizó la fatal emboscada, al próximo gobierno lo encabezará, por primera vez, una mujer, ella. Será también la primera vez, desde la Segunda Guerra Mundial, que un partido de corte fascista gobierna a los italianos. Y el posible gobierno que encabezaría Giorgia Meloni, en alianza con los dos derechistas decadentes que sumó a su conspiración, Matteo Salvini y Silvio Berlusconi, además de haber manifestado públicamente admiración por Vladimir Putin, han exhibido una relación cercana a la amistad con el presidente ruso.
La caída de Mario Draghi es impresionante porque, a diferencia de las comedias de enredos que dominaron la escena italiana desde la coalición pentapartita, esta vez hay un componente suicida.
Aquellos gobiernos de la segunda mitad del siglo XX en los que convivían socialistas, democristianos, radicales, socialdemócratas y liberales, con figuras controversiales y maquiavélicas pero diestras en el manejo político, como Giulio Andreotti, mantuvieron en pie la democracia y llevaron Italia hacia el desarrollo. En cambio la alianza que habían formado la ultraderechista Liga, de Matteo Salvini, con el anti-sistema Movimiento 5 Estrellas, de Beppe Grillo y Luigi Di Maio, no marchaba en ninguna dirección porque estaba siempre en cortocircuito.
Habían puesto como primer ministro a un personaje gris, Giuseppe Conte, como prenda de entendimiento, y funcionó mal hasta que, en el 2019, Conte y Di Maio se sacaron de encima a Salvini y su partido para reemplazarlo por la centroizquierda. Pero el gobierno seguía siendo malo porque a la jefatura de gobierno la ocupaba un mediocre.
Matteo Renzi fue quien pujó por sacar a Conte y traer al prestigioso economista que había presidido con éxito el Banco Central Europeo: Mario Draghi. Lo logró. Y Draghi no defraudó, sino todo lo contrario.
Durante un año y medio Italia estuvo conducida por un técnico brillante que, en la faz internacional, actuaba enérgicamente a favor de Ucrania en la guerra desatada por Putin. Draghi cumplió un rol clave alineando a Europa en las sanciones contra Rusia y explicaba mejor que el resto lo que el líder ruso representa como amenaza al modelo de democracia liberal europea.
El gobierno marchaba bien, pero Giuseppe Conte, resentido por haber perdido el cargo, hizo la zancadilla que puso a trastabillar a Draghi. Además del presidente Mattarella, un clamor de la sociedad le pidió que no renunciara, y Draghi escuchó ese clamor pero exigió a los partidos que actuaran con suma responsabilidad.
Pues bien, la derecha italiana que simpatiza con el ultraconservador presidente de Rusia decidió hacer exactamente lo contrario.
Giorgia Meloni había convencido a Matteo Salvini de hacer caer a Draghi, porque las encuestas muestran que, con sus respectivos 22 por ciento de respaldo popular, la ultraderechista Liga y el pos-fascista Fratelli d’Italia podían quedarse con el gobierno si caía el gobierno, se disolvía el Parlamento y se llamaba a elecciones anticipadas. Salvini convenció a Berlusconi de sumarse a la conspiración y los tres derechistas tumbaron al único primer ministro respetado y respaldado por la sociedad después de año y medio piloteando tempestades.
Además de los conspiradores, el único que habrá festejado la caída del economista que defiende la democracia liberal, es el hombre que habita los aposentos del Kremlin.