Cuando el juez dijo “el juicio ha terminado”, la banda se abrazó y se dieron aliento. Los familiares del muerto también se abrazaron. Se daban consuelo por enésima vez en tres años desde que mataron a Adrián.
Los reos se pararon y de a uno fueron saliendo al “presoducto” de Tribunales. El último en salir fue el que gatilló. “¡Asesino!”, gritó la viuda. Él se dio vuelta, como se dio vuelta aquella noche que giró para disparar de manera letal, y miró, a la mujer doliente, con una mueca inhumana y un gesto primitivo y horrible.
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Minutos antes de enterarse que le esperaba la condena más dura, aprovechó su derecho a la última palabra. Dijo que salieron a robar, que se arrepentía de haber matado, que fue sin querer, que se le escapó el tiro. Hablaba frío, con 19 años y un muerto encima. Las hermanas de la víctima, la viuda y otras personas en la sala no soportaron su tono de voz, su decir, su forma de hablar de lo que hizo.
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Los amigos de Adrián en el cuarto intermedio me mostraron las fotos de los dos menores en el complejo Esperanza haciendo “cartel” en su Facebook. “Acá esperando la visita, ya por salir”, “vamo a volve a asse ruido. Uste save”.
Yo me pregunté qué es el arrepentimiento. Cuánto valía, valió y vale la vida para todas esas personas. Para la familia de Adrián Brunori la vida es tan valiosa que nada, ni nadie, la podrá devolver. Para el chico que disparó no sé. No debe haber valido tanto para disparar a cincuenta centímetros a la misma persona que asaltó y que, un rato después, lo ayudaba a escapar de la policía.
No sé cuánto valor agregado le puede haber encontrado en el complejo Esperanza al simple y maravilloso hecho de vivir. Y tampoco sé cuánto pasará a valer la vida para él en sus años en Bouwer. No sé y esa incertidumbre me sacudió como una criatura perdida en medio de la noche. Ese miedo a no saber qué pasará con la vida cuando no valga nada. Ese miedo sentí cuando pasó frente a la cámara y dejó esa mueca deshumana.