Pues bien, desde ayer tengo Instagram. Y aunque lo intente, no sabría responder bien a ninguna de esas preguntas. En el fondo creo que uno intercambia lo que puede con los demás, que siempre está buscando reconocimiento.
Hurgando todavía más profundo, estamos pidiendo afecto, protección. Cuando alguien nace, deja ese recinto confortable y seguro que es el vientre materno para nunca más volver. Sale a la intemperie, donde las cosas ya no serán tan simples.
Creo que Instagram, o Facebook, llaman la atención porque a primera vista se parecen al útero. Uno se recluye en un rincón, con la mayor intimidad que podemos tener en estos tiempos. Se siente resguardado, protegido por una pantalla de celular o de una computadora, y desde ahí hace pruebas. Canta, corre, se ríe, llora, y no espera otra cosa que comprensión.
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Subo una foto en la que creo que salgo bien. Me dan likes. Si son suficientes quizás me alegre el día. Si no lo son, probablemente me sumerja en la eterna duda: ¿me quieren o no me quieren? ¿Cómo soy yo para los demás? ¿Soy lo que creo ser o soy alguien distinto a eso?
Por tal causa, Instagram (o Facebook), exponen el alma a cielo abierto más que cualquier otra situación de la vida. En ese sentido, hay más intemperie que útero.
La tecnología parece insensible, fría, pero a poco que alguien critica una ojera, un lunar, un anillo, un corte de pelo, o simplemente no nos elogia lo que esperamos, nos damos cuenta de lo impiadosa que puede llegar a ser.
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Pero ya no hay forma de pertenecer al mundo si no nos subimos a las redes. Y la lucha eterna del ser humano ha sido por pertenecer. La pertenencia es la verdadera protección, el vientre materno. No importa lo despiadada que luzca de vez en cuando.
Estamos dispuestos a pagar ese precio, como la entrada a un boliche en el que no estamos del todo cómodos. Como en un show en el que canta siempre el mismo y a nosotros no nos queda otra que aplaudir o escuchar en silencio las canciones ajenas.