Amábamos a la señorita Jatón. Era dulce y comprensiva, y por ser dulce y comprensiva la respetábamos y queríamos tanto que en sus clases no volaba una mosca. Igual nunca nos atosigó con sus datos.
Aprovechaba el silencio respetuoso y amable para darnos la cantidad exacta de conocimiento para que no se amontonara, para que encontrara su lugar en la memoria. Y siempre preguntando "qué les parece a ustedes".
Se había hecho una muletilla que todos los chicos que pasamos por cuarto grado usábamos para cualquier cosa. Pero adorábamos ese "qué les parece a ustedes" de la señorita Jatón. Porque a la vez que aceptábamos su palabra cálida y sabia, aprendíamos a valorar y respetar nuestras propias opiniones.
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Un día, en la segunda o tercera hora, el Henry Vignola, el más petiso del grado, llegó del recreo llorando. Pero no hizo como la mayoría, que nos secábamos las lágrimas al entrar al aula y nos aguantábamos. El Henry siguió llorando, desconsolado, sin bajar ni el volumen ni la intensidad de las lágrimas. Lloraba y el llanto se hizo más notorio cuando el regreso de la señorita Jatón generó ese silencio tan cotidiano, tan habitual.
Un minuto más habrá estado llorando el petiso Henry. Un largo minuto que amenazaba, como ocurre con los chicos, en pasar de la pena a la burla. De la solidaridad al bullying. En ese exacto momento intervino la señorita. Respiró hondo y caminó unos pasos hasta que sus brazos quedaron al alcance de la cabeza del Henry, pero con distancia suficiente para que se entendiera que nos iba a hablar a todos.
Sabíamos por qué lloraba el Henry. Por eso creimos que no iba a decir absolutamente nada cuando la señorita Jatón, con esa ternura infinita que le brotaba por los poros, le preguntara, como le preguntó, ¿qué te pasa Henry?, mientras apoyaba una mano en su hombro. Nos equivocamos. El respeto a la palabra de la señorita era tal que nadie podía no responderle. El Henry se pasó la manga del guardapolvo por los ojos y levantó la cabeza. No pudo dejar de sollozar, pero lo mismo se entendió clarito lo que dijo: "Los chicos me dicen que tengo las orejas grandes".
No dijo más que eso y volvió a hundir la cabeza entre sus brazos y la mesa. La señorita Jatón no cambió su postura ni su rostro. No se ablandó ni lo abrazó ni soltó un largo discurso sobre el bien y el mal. Acarició el pelo rubio del Henry y le dijo que sus orejas eran preciosas. Así como se escucha. "Tus orejas son preciosas", le dijo. El silencio se hizo aún más notorio. Y me animo a decir que la mayoría nos avergonzamos.
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Los que le habían dicho eso al Henry y los que sin decirlo pensábamos lo mismo. Juro sobre este lugar de trabajo que jamás nadie volvió a decirle nada sobre las orejas, y que a partir de ese momento el Henry pareció un chico más libre y feliz.
Un poco más crecido, al recordar aquel episodio, creí haber entendido que la lección de la señorita Jatón apuntaba a que nada es feo ni lindo, que eso depende de la mirada ajena. Que de última todos teníamos un par de orejas, una nariz, un timbre de voz susceptible a la cargada y que por eso teníamos que aprender a respetar al otro.
Pero fue hace muy poco, ya bien grande y con décadas de periodismo encima, que entendí la verdadera profundidad de aquellas palabras. La señorita Jatón todavía no había leído a la escritora mexicana que contó la lección de Augusto, pero igual entendía que muchas, muchas veces en la vida, es preferible ser amable que tener razón. A todos los maestros, feliz día.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.