De golpe supimos de lo maravillosa que puede ser la rutina.
Salir temprano, saludar al vecino, tomar el bondi, elegir una camisa.
De golpe entendimos que tener un laburito, por mínimo que sea, es casi un milagro de la naturaleza.
Cruzar apurado la calle, sentarse en el banco de la plaza a mirar pasar la gente. De golpe tomamos nota de que el placer de vivir estaba muy cerca.
¿Qué no darías, abuelo, hoy, por alzar a tu nieta y llenarle los cachetes de besos? Nona querida, ¿que ponés a calentar en la olla si a los tallarines no los va a comer nadie?
La irrupción del virus nos enfrenta a la idea de la vital importancia de la libertad.
+ MIRÁ MÁS: La acompañada soledad de los “coronials”
La decisión de varios gobiernos en el mundo de restringir nuestros movimientos, en principio parece lógica.
Sabemos que el virus se propaga más rápido que muchos y tiene una peligrosidad algo mayor que el virus de la influenza o gripe común.
Con estos datos, y sobre todo con la especial virulencia con la que atacó a los ancianos en el norte de Italia, quienes toman decisiones se asustaron y ese miedo contagió aún más rápido que la covid 19.
Hoy estamos frente a una epidemia de enfermedad y a otra de miedo. Y no sabemos cómo salir. El virus representa una novedad científica.
Hoy estamos frente a una epidemia de enfermedad y a otra de miedo. Y no sabemos cómo salir. El virus representa una novedad científica.
Desconocemos el número de infectados y por lo tanto la tasa real de mortalidad o la velocidad real de propagación, desconocemos por qué ataca más en algunas regiones geográficas, si algunas etnias o razas son más sensibles que otras, o si es bueno tratar los síntomas con corticoides o medicamentos contra la malaria. Es mucho desconocimiento para la velocidad a la que hay que tomar decisiones.
Resulta lógico que ante el miedo extremo se tomen medidas extremas.
Resulta lógico también que estas medidas se avalen rápidamente. Los probables efectos colaterales resultan de importancia menor. Antes que nada está la salud.
Si el caso se cerrara allí, no habría qué discutir. Simplemente habría que tener paciencia y aguardar a que los confinamientos obligatorios rindan sus frutos y de a poco volver a la normalidad.
Aguantá, abuelito, falta cada vez menos para abrazarte y que me cuentes tus historias. Nona querida, sé que va a valer la pena todo este tiempo sin verte.
Aguantá, abuelito, falta cada vez menos para abrazarte y que me cuentes tus historias. Nona querida, sé que va a valer la pena todo este tiempo sin verte.
Ocurre que los propios científicos que marcan el rumbo del combate a la enfermedad no ven muy claro cómo salir del aislamiento.
Especialmente en estas latitudes, en las que se da por sentado que la temporada de frío agravará el problema.
Y si el técnico de un equipo no sabe cómo salir del lugar en que se metió, es lógico que los jugadores empiecen a sentirse confundidos. Sobre todo cuando pasan los días y empieza a comprobarse que los efectos colaterales no eran tan despreciables como se suponía.
Por ahora la pérdida de libertad no parece contar. Es un concepto abstracto que produce efectos profundos y decisivos y nos va a costar muchísimo no prestarle atención. Pero no son efectos directos, no se ven.
Lo que se ve es la economía. Y los primeros en sufrir son, como siempre, los más débiles. Albañiles, changarines, vendedores ambulantes, jardineros, limpiavidrios, especialmente en los países pobres, no tienen cómo darle de comer a su familia.
Y eso es sólo el comienzo. El derrumbe pronosticado de la economía continúa con el despido de trabajadores por falta de trabajo, el tambaleo de odontólogos, contadores, arquitectos, abogados, pequeños comerciantes que hoy están viviendo de sus ahorros y termina con el colapso de las empresas y hasta del propio estado.
La bancarrota de la economía y su consecuente malhumor social son directamente proporcionales a la prolongación del aislamiento.
La bancarrota de la economía y su consecuente malhumor social son directamente proporcionales a la prolongación del aislamiento.
El tema es que esta olla va a ganar cada vez más presión. Por ahora sigue siendo más importante el concepto elemental de la sanidad pública. Quedate en casa. La salud está antes que la economía.
Aguantá, abuelo, lo hacemos por tu bien. Querida nona, no sabés cómo me estoy dando cuenta de lo que te extraño.
+ MIRÁ MÁS: Saillén y Catrambone: liberaciones en plena cuarentena
Pero empiezan a escucharse otras voces. Como el crepitar de un reguero de pólvora. Nadie ha medido el impacto real que tiene en el resto de la salud el aislamiento. Por ejemplo, ha bajado el 90% la donación de sangre.
¿Cuántos pacientes van a morir esperando una transfusión que no llegará? ¿Cuántos otros sufrirán consecuencias graves por la falta de atención derivada del combate al coronavirus? ¿Cuántos de los recursos que, con justa razón, se destinan a respiradores y barbijos, dejarán de ir a los diabéticos, los cardíacos, la gente con cáncer?
Si hasta hoy, una persona pobre que necesita anticuerpos monoclonales se muere porque no los puede conseguir, qué pasará de aquí en adelante.
Cristian, un albañil que se ha forjado una vida más o menos digna, me mandaba emojis de pena por Whatsapp porque ya no tiene a quién pedirle prestado y en la heladera empiezan a notarse demasiado las botellas de agua de la canilla.
¿Y si no llegara a ser poco el tiempo que falta, nieta querida? ¿Y si muero de todas formas, criatura de mi corazón?
No quisiera estar en el pellejo de los que toman decisiones. Cercados por varios fuegos, a cada cual más inflamado. El coronavirus puede matar muchos abuelos, la bancarrota de la economía deteriorar la salud del mundo entero.
Los miedos de uno y otro lado están haciendo estragos en el concepto de cooperación. No actuamos como una especie azotada por un enemigo externo, común a todos, al contrario.
Los miedos de uno y otro lado están haciendo estragos en el concepto de cooperación. No actuamos como una especie azotada por un enemigo externo, común a todos, al contrario.
Se han vuelto a desatar pasiones opuestas. Los viejos, los jóvenes, los chetos, los tinchos, los grones, los garcas, los fascistas.
Es cierto que corresponde a los ciudadanos cumplir las reglas, ser solidarios, no discriminar, mitigar el padecimiento ajeno antes que rescatar los beneficios propios, honrar la asistencia mutua antes que la delación.
Pero más corresponde a los protagonistas directos de la conmoción, gobernantes, funcionarios, equipos de salud, comunicadores, marcar el camino del profesionalismo y la serenidad antes que agitar el pánico para conseguir unas migajas miserables de “likes” en medio del pandemonio.
Hay quienes creen que de esto vamos a salir mejores. Que otorgaremos a las cosas el lugar que verdaderamente tienen, que aprenderemos a valorar una puesta de sol. Yendo más allá, hasta vaticinan que se terminará el reino del hombre para darle paso a la diosa Naturaleza y en el plano político no son pocos los que auguran el fin del capitalismo para ser reemplazado por un régimen más equitativo.
Habrá que ver si es el momento de ser tan pretenciosos. Todavía no sabemos si ha llegado el ojo de la tormenta y en las calles empiezan a notarse muestras de lo contrario.
Todavía no sabemos si ha llegado el ojo de la tormenta.
Saqueos, enfrentamientos entre vecinos. Reacciones humanas que provoca la zozobra. Tal vez, en lugar de pretender adivinar un futuro indescifrable deberíamos ocuparnos del miedo presente. Esa angustia visceral, primaria, que nos domina, y que mal administrada puede terminar en la explosión o el sometimiento.