“Se puede amar a un príncipe, se puede amar a un rey, pero ante un recaudador de impuestos, hay que temblar”.
Ese texto fue grabado en el primer sistema de escritura que se conoce (cuneiforme) hace más de tres mil años.
En el Nuevo Testamento, San Mateo aparece como cobrador de impuestos, despreciado por los primeros discípulos de Jesús, y antes de convertirse en uno de ellos, organizó una cena con antiguos colegas recaudadores para que su maestro los conociera.
Varios emperadores romanos se daban el lujo de no cobrar tributos a los ciudadanos de Roma cuando se aseguraban lo que sus soldados recaudaban en las tierras conquistadas. Los impuestos llegaron a pagarse con bienes, especias, trabajo esclavo, cabezas reducidas y vidas de hombres de diversa laya.
La historia está llena de ejemplos de este tipo: además de financiar al “Estado” y a sus “propietarios”, los impuestos siempre estuvieron relacionados con la demagogia y el abuso de poder.
El que ocupa el gobierno se ve tentado a emitir una bula, decreto, estatuto o ley para incrementar los aportes, que el ciudadano de a pie hace regularmente, con el objetivo de cubrir necesidades crecientes.
Premios y castigos
Argentina (y obviamente Córdoba) no es una excepción de la historia. Al contrario. El mal uso de los recursos estatales y la consecuente evasión tributaria parecen obligar a los funcionarios a aumentar el aporte al fisco del trabajo genuino de los habitantes cumplidores.
El pago de favores políticos y negocios electorales se realiza normalmente con puestos de la administración pública. Los llamados “acuerdos de gobernabilidad” con sindicatos, cámaras empresarias y corporaciones de toda naturaleza tienen su costo en erogaciones improductivas para garantizar la “paz social” o la conveniencia ocasional. El premio político a gente inhábil para ocupar cargos públicos también provoca ineficiencia en la asignación de recursos económicos y ni hablar de la corrupción lisa y llana.
Por otro lado, casi la mitad de los potenciales contribuyentes no paga, por lo que quienes sí lo hacen tienen que hacerlo por ellos y por los demás.
En cada campaña electoral se anuncia que se cambiará ese sistema injusto. En cada período de gobierno se incumple esta promesa.
El impuestazo municipal (sumado a uno no mucho menor en la Provincia y otro similar en la Nación) es hijo dilecto de esa lógica. Sin anuncios de correcciones en el sistema de gastos del Estado se augura el mismo final de siempre. Como la “capacidad contributiva” del ciudadano asfixiado por los impuestos es limitada, llegará el punto de quiebre en el que las arcas municipales no seguirán engordando y en el camino habrán quedado, como siempre, familias que recortan gastos fundamentales para que el Municipio (Provincia y Nación) pueda seguir gastando a placer. Se habrá asestado otro golpe a la frágil economía argentina como consecuencia de una ley inapelable: más impuestos, menos producción.
Huérfanos de ideas creativas y de valentía política, los gobernantes de turno hacen correr todo el riesgo y pagar todo el costo a los gobernados.
A estos sufridos mártires les queda pagar con resignación, pasarse al bando delictual de los evasores o, como Jesús, compadecerse de los cobradores de impuestos apelando a la comprensión. Interpelado por los fariseos que le cuestionaban su reunión con tan despreciables colegas de San Mateo, el Nazareno les dijo: “Los que están sanos no necesitan un médico, pero los enfermos sí”.
Cuenta la leyenda que a los cobradores romanos no pareció importarles la sentencia.