Sencillamente, no debió decirlo. Calificar de dictador a Xi Jinping en ese momento, implicó atentar contra el objetivo estratégico de Estados Unidos en este momento de tan alta complejidad en el mundo: crear un vínculo estable y armónico con China, para evitar que la superpotencia asiática confirme su presencia en el bloque anti-occidental en el que están la Rusia de Vladimir Putin, la República Islámica de Irán, Corea del Norte y otros estados con regímenes autoritarios.
La cara que hizo Anthony Blinken habla por sí sola. Cuando Joe Biden reiteró su consideración de que el líder chino es un dictador, su gesto fue explícito lamentando la respuesta del presidente. Por cierto, a renglón seguido, todo lo que se había avanzado en materia de entendimiento quedó en riesgo de retroceso abrupto.
Había dos grandes razones para que Biden se guardara su consideración sobre el régimen chino y sobre su líder máximo. La primera: lograr que China detenga la producción y exportación clandestina de fentanilo, que está diezmando población norteamericana con la anulación abrupta de las facultades mentales que produce esa droga.
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La actualidad parece la “Guerra del Opio” al revés. A principio del siglo XIX, los holandeses y los británicos introducían el opio de Mongolia y otros rincones asiáticos en China, obteniendo ganancias que equilibraban la balanza comercial descompensada por la exportación del té y las sedas, entre otros productos chinos, al Reino Unido y a Países Bajos.
El efecto del opio no era sólo económico. Esa droga estaba afectando a buena parte de la población china. Por eso había sido prohibida por el emperador chino Yongzhen en el siglo XVIII y, en 1829, llevó a Daouang, el octavo emperador de la dinastía Qing, a emprender la Guerra del Opio.
Ahora es desde China hacia las potencias de Occidente que fluye la droga opioide que está provocando estragos en la población. Por eso pasar de enemigos a socios es importante para Estados Unidos. Necesita que el régimen chino corte lo que hasta ahora está permitiendo: que grandes empresas chinas envíen precursores de fentanilo a las potencias de Occidente.
Aún mayor es la necesidad norteamericana de separar a China del bloque en el que están Putin y los ayatolas iraníes. Biden y Blinken deben jugar el rol que jugaron Nixon y Kissinger en la década del setenta. Aquel presidente norteamericano y su secretario de Estado se entendieron con Mao Tse-tung y Chou En-lai, conjurando el riesgo de que China y la URSS conformen un bloque comunista que habría desbalanceado la confrontación este-oeste.
Mao y Chou En-lai profesaban un marxismo cerrado y dogmático, a diferencia de Xi Jinping, que preside una china desideologizada cuya meta es el liderazgo económico y tecnológico mundial. Esa meta la llevó a competir tan fuertemente contra Estados Unidos, que hizo crecer la estrategia china de liderar un bloque agresivamente anti-occidental.
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El encuentro entre Biden y Xi era crucial para la meta que tanto Washington, por los frentes de guerra abiertos en Ucrania y en Medio Oriente al que se suma el peligro de una invasión china a Taiwán, y para Pekín debido a los crecientes problemas que está sufriendo la economía del gigante asiático y su dificultad para recobrar las altas tasas de crecimiento económico que mantuvo durante más de tres décadas.
El jefe de la Casa Blanca no es un amateur, sino un viejo lobo de la política norteamericana. Un estadista que ha mostrado su experiencia y capacidad en muchos frentes, particularmente liderando la ayuda occidental a Ucrania para luchar contra la invasión rusa. Por eso llama la atención que, cuando más tenía que cuidar el logro en materia de un acercamiento tan difícil como indispensable, Joe Biden haya dicho la palabra que no tenía que decir en referencia a Xi Jinping: “dictador”.