Además de los factores estrictamente locales, el modelo de liderazgo emergente en las urnas argentinas se encuadra en un fenómeno de escala global: la irrupción y el crecimiento del anti-sistema.
El resonante triunfo de Javier Milei en las Paso no sólo se explica en el fracaso calamitoso del gobierno nacional y la pérdida de credibilidad de una dirigencia opositora formateada en la demagogia que ametralla de promesas y posa de una decencia y una corrección que no tiene. Se trata también de un modelo de liderazgo típico de estas décadas, que avanza en muchas democracias del planeta.
Ese modelo actual es la agudización extrema del fenómeno político que irrumpió en la década del ‘90.
Desde finales del siglo 20 avanzaba la sensación de que los gobiernos y la clase política en general no respondían a las incertidumbres, temores y angustias de las sociedades. Esas desesperaciones sociales tienen que ver con factores frente a los cuales naufragan las dirigencias. Por ejemplo, el avance de la tecnología, destruyendo el trabajo. Y el fracaso de las clases políticas ante esos desafíos inconmensurables, fue haciendo que los votantes busquen fuera del sistema político.
Por eso, en los noventa irrumpió el fenómeno político del “outsider”. Carlos Menem era un político tradicional, pero sus rasgos extravagantes lo diferenciaban del resto. Y como entendió que la gente ya no quería votar políticos, para las elecciones de gobernadores y de legisladores empezó a “fabricar” outsiders. Así llegaron a la política el motonauta Daniel Scioli, el corredor de Fórmula 1 Carlos Reutemann y el cantautor popular Palito Ortega, entre otros.
En esa misma década, aparecía Alberto Fujimori en Perú, un agrónomo que saltó del ámbito académico al escenario político, venciendo en la primera elección a otro outsider de la política: el célebre escritor liberal Mario Vargas Llosa.
Paralelamente, Silvio Berlusconi se convertía en el principal exponente del outsider en Europa. Pero como los outsiders, obviamente, tampoco pudieron responder a las incertidumbres, ansiedades y temores de los hombres y mujeres de un tiempo de vertiginosas transformaciones y desconocidas asechanzas, el fenómeno de búsqueda de gobernantes por fuera de la clase política pasó a otra dimensión. Una dimensión oscura, marcada por el extremismo y el odio político.
Por ciertos, algunos outsiders de los noventa se revelaron despóticos cuando llegaron al poder. Fujimori es un ejemplo. Pero las propuestas extremas, realizadas con violencia retórica y la agresividad gestual, son el rasgo de la etapa superior del outsider: el “anti-sistema”.
En las primeras décadas del siglo 21 empezaron a multiplicarse los líderes anti-sistema. Uno de los primeros ejemplares latinoamericanos fermentó en la izquierda. Hugo Chávez pateó el tablero del tradicional bipartidismo venezolano, poniendo fin a la clase política que se alternaba en el poder a través del centroizquierdista Acción Democrática y del centroderechista COPEI. Poco a poco, Chávez fue volviendo más agresivo su discurso y su accionar gubernamental. Su muerte dejó a Venezuela en manos de un chavismo residual criminalmente represivo, que terminó de destruir la democracia.
Los ejemplares derechistas del anti-sistema cargado de violencia retórica que, inexorablemente, termina convertida en violencia política son el filipino Rodrigo Duterte, el norteamericano Donald Trump y el brasileño Jair Bolsonaro.
La violencia gestual y retórica de Duterte se convirtió en brutales violaciones a los Derechos Humanos en la guerra que lanzó contra el narcotráfico, incluyendo también como blanco de la represión violenta a los adictos a las drogas.
El coqueteo de Trump con organizaciones racistas como el Ku Klux Klan y los Proud Boys, entre otros grupos extremistas, describe por sí mismo la violencia política que bulle en sus neuronas y emociones. Por eso el final de su gobierno no debió sorprender a nadie: intento golpista de destrucción de un proceso electoral, con un asalto al Capitolio que dejó cinco muertos y una mancha en la historia institucional de los Estados Unidos.
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De manera similar concluyó el paso de Bolsonaro por el poder en Brasil. Una mezcla de negligencia y emociones autoritarias violentas lo llevaron a intentar lo mismo que había intentado Trump al lanzar una turba multitudinaria contra el Congreso. Y el resultado fue similar.
Milei es otro ejemplar incubado en la etapa superior del outsider: el anti-sistema argentino aún podría optar por la moderación. Esto no necesariamente implicaría dejar de combatir a lo que acertadamente denomina “la casta”, que es el término con que el movimiento anti-sistema de la izquierda española, Podemos, llamó al establishment político y a los burócratas del Estado.
No tiene que renunciar a las reformas que propone, sino al método de la demolición con dinamita que le valió el respaldo de buena parte de la sociedad, hastiada de la “chantocracia” “cleptócrata” imperante, que lleva décadas sumiendo al estado y al país en la decadencia.
No está claro lo que finalmente haría Milei como gobernante. Lo que está claro es que el fenómeno político que produjo se encuadra en el estadio superior del outsider, o sea el anti-sistema, que crece en el mundo con la promesa de patear tableros.