No es la primera vez que China, Taiwán y Estados Unidos merodean la cornisa de una guerra. En 1996, el lanzamiento de misiles chinos en aguas próximas a dos puertos taiwaneses hizo que Estados Unidos acercara más que nunca antes al estrecho que separa la isla del continente a los poderosos portaaviones Independence y Nimitz.
El régimen chino mostró los dientes porque el presidente taiwanés Lee Teng-hui era el primero de los líderes de Kuomintang que planteó como objetivo de la isla avanzar hacia la proclamación de un Estado independiente.
Hasta ese momento, la doctrina imperante era la de Chiang Kai-shek, el presidente chino que en 1949 perdió la guerra civil contra el Ejército Rojo y se atrincheró en la isla proclamándose legítimo gobierno y Estado chino, calificando al régimen de Mao Tse-tung y su flamante República Popular como un poder sedicioso e ilegítimo. O sea que, hasta que Lee Teng-hui empezó a plantear que Taiwán es un país independiente, la visión taiwanesa apuntaba a reconquistar la gigantesca porción continental de China y no a separarse de ella.
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Por eso China lanzó los misiles y realizó las maniobras navales en el callejón marino de 220 kilómetros que separa el continente de la isla. Pero aunque Washington movió los dos portaaviones hacia el estrecho, el entonces titular del Pentágono, William Perry, dejó en claro que Washington no consideraba que China preparara una agresión militar a Taiwán.
El peligro que representa la actual escalada de tensión puede dimensionarse en la escala de las maniobras navales que ordenó Xi Jinping como respuesta a la visita de Nancy Pelosi a Taipei. Incluyendo misiles que pasaron por encima de la isla y ejercicios navales realizados con munición real y en una escala jamás vista, la gesticulación militar pareció el prolegómeno de una invasión inminente.
¿Por qué semejante despliegue? Porque el líder chino encontró una buena excusa para agitar el nacionalismo chino cubriéndose de las críticas que crecen debido al freno que está mostrando la economía y al malestar por el modo totalitario y extremo con que enfrentó el covid.
¿Quién le regaló ese anillo al dedo de Xi Jinping? La presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos.
¿Cómo lo hizo? Transgrediendo la regla implícita de que los funcionarios norteamericanos de alto rango no deben realizar visitas oficiales a Taiwán.
¿Por qué lo hizo? Por la misma razón que tuvo Clinton para enviar a las puertas del estrecho de Taiwán el Nimitz y el Independence: recordarle a China que en esas aguas hay una línea roja que no debe trasponer.
¿Pero, por qué Pelosi viajó desoyendo el pedido de no visitar Taiwán que le hizo Joe Biden y fundamentaron el Pentágono y la Secretaría de Estado? Esa pregunta es más difícil de responder.
La titular de la Cámara Baja siempre tuvo una personalidad excesivamente fuerte y desafiante. La mostró rompiendo un discurso de Donald Trump a pocos centímetros de ese presidente, cuando lo leía en la cámara baja del Capitolio. También ha sido siempre la dirigente demócrata más abiertamente hostil al régimen chino. Sin embargo, jamás en su larga carrera política había hecho nada que debilite a un presidente de su mismo espacio político: el Partido Demócrata. Y esta vez, su desplante exhibió una fractura en el oficialismo y la debilidad que Joe Biden tiene incluso dentro de su propio partido.
Algunos demócratas defienden a Pelosi restando importancia a su viaje. Señalan que hubo otro titular de la Cámara de Representantes que visitó oficialmente Taipei sin que se produzca semejante tembladeral.
Es cierto. Pero la diferencia es inmensa. El jefe de los diputados que viajó en 1997 fue Newt Gingrich, un republicano recalcitrante y archi-enemigo de Bill Clinton, el presidente demócrata de ese entonces.
Con su proclama neoconservadora llamada Contrato con América, Gingrich representaba, junto a Kenneth Starr, el fiscal que sentó a Clinton en el banquillo de los acusados por el caso Mónica Lewinsky, fue el azote que más sacudió a la administración demócrata. De tal modo, Pekín no podía ver en esa visita a Taiwán una provocación del gobierno demócrata, porque lo visible era más bien la tensión entre el ala más extrema del Partido Republicano con el presidente Clinton.
Hay otras dos inmensas diferencias: en aquel momento, el presidente chino era el moderado Jiang Zemin, que tenía un poder acotado, mientras que hoy, el presidente es el todo poderoso y agresivo Xi Jinping.
La otra diferencia sustancial es que la China de la década del noventa no tenía ni la mitad del poder militar y el peso en la economía global que tiene la China actual.
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Por esa razón, es tan difícil entender por qué Pelosi desafío al gobierno de su propio partido. La razón que esgrimió es vigorosa, pero en ocasiones, razón y momento están a contramano. Ese es el caso actual. La prioridad para Estados Unidos y la OTAN, en este momento, es evitar que Vladimir Putin logre todos los objetivos que se propuso al invadir Ucrania. Por esa prioridad es que Biden ha venido negociando con Xi Jinping para convencerlo de que no le entregue al líder ruso las armas que le está pidiendo para aplastar la resistencia militar ucraniana. Y hasta ahora, lo estaba logrando.
La jugada de Pelosi no sólo pone en riesgo a Taiwán, aturdida por los tambores de guerra que está redoblando China desde la controversial visita; también deja expuesta, de manera inédita, una fractura en la dirigencia demócrata que está gobernando a los Estados Unidos.
La gravedad del controversial periplo de Pelosi no debe evaluarse por las medidas que adoptó Pekin contra la isla, sino por las que puede empezar a adoptar respecto a la guerra entre Rusia y Ucrania. En ese terreno, justo cuando la maquinaria bélica de Putin empieza a mostrar síntomas de agotamiento, se genera la situación que podría provocar un apoyo masivo en armamentos chinos que revigorizaría el avance ruso sobre el territorio del país invadido, al mismo tiempo que debilitaría el liderazgo de Biden.