El Papa Francisco pasó a la acción directa contra sus archienemigos en la estructura de la iglesia. Relevar de sus funciones apostólicas al obispo ultraconservador de la diócesis texana de Tyler, uno de los prelados norteamericanos más agresivos con el pontífice, fue en términos de guerra institucional pasar al uso de armas de grueso calibre.
Monseñor Joseph Strickland, que se resistió a cumplir la decisión del jefe de la iglesia, había declarado abiertamente la guerra al papado de Jorge Bergoglio. Por sus posiciones extremistas y la desmesura de sus críticas, sobre todo en lo referido a la apertura inclusiva hacia los católicos divorciados y los homosexuales, tenerlo de enemigo reivindicaba a Francisco.
El Papa argentino ofrece flancos que hacen válida las críticas a sus posiciones ambiguas respecto a ciertos regímenes dictatoriales, así como también a pronunciamientos controversiales como los que tuvo al comienzo de la guerra en Ucrania, que sonaron a justificación de la invasión rusa.
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Pero es valorable su resistencia frente a los embates de los sectores ultraconservadores de la iglesia. Strickland es un defensor recalcitrante de los ritos tridentinos, y expresa a la iglesia oscurantista que trata con desprecio a la porción de la humanidad que no es heterosexual.
El ahora ex obispo norteamericano defendía con vehemencia el regreso al rito tridentino, que en el siglo XVI estableció el Concilio de Trento y aplicó el Papa Pío V al misal romano, haciendo que el ritual litúrgico se realizara en latín y con el sacerdote dando la espalda a la feligresía.
La reforma establecida por el Concilio Vaticano II y aplicada por el Papa Pablo VI a partir de 1970, implicó el acceso idiomático de todas las feligresías del mundo a los textos que leen y recitan los sacerdotes en la misa. Eso se consideró, con lógicas razones, un acercamiento de la iglesia hacia la gente, despojándose de un idioma que establecía una distancia entre iglesia y feligresía.
Entre los defensores del regreso al rito tridentino está otro de los feroces enemigos del pontificado Francisco: el cardenal alemán Gerhard Müeller, quien llegó al extremo de virulencia al calificar de “hereje” al actual jefe de la iglesia.
La rebelión de estos prelados se hizo notoria en Strickland, cuando se negó a renunciar al obispado, como le había solicitado el Papa. Por eso debió recurrir a la destitución.
Müeller lo había desafiado al criticar duramente el Sínodo de Obispos realizado en octubre en Roma, rompiendo de manera flagrante la regla de silencio y confidencialidad de los participantes de las asambleas sinodales.
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Ese prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe había sido removido de su cargo por Francisco, quien lo reemplazó al frente del ex Santo Oficio por el jesuita español Luis Ladaria, reemplazado después por el cardenal argentino Víctor “Tucho” Fernández.
La guerra ya es abierta y recuerda a la que mantuvo Juan Pablo II con los cardenales y los obispos de las vertientes teológicas vanguardistas, y con prelados que mostraban simpatías con procesos revolucionarios de izquierda. Cuando Ernesto Cardenal se arrodilló en el aeropuerto de Managua pidiendo a Juan Pablo II que lo bendijera, lo que hizo el Papa polaco fue reprender al sacerdote que había asumido el cargo de ministro en el por entonces régimen revolucionario sandinista.
Al “obispo rojo” de Recife, Karol Wojtila le redujo notablemente sus funciones pastorales acusándolo de apoyar la Teología de la Liberación, aunque finalmente Karol Wojtila abrazó y besó a monseñor Helder Cámara en su vista a Brasil de 1980.
Juan Pablo II también aplicó expulsiones, como a Jacques Galliot, procurando de ese modo, y sin éxito, silenciar las críticas que le hacía aquel obispo francés.
Ahora es el Papa argentino el que está en guerra abierta, pero sus enemigos son los sectores más turbios de la curia romana y los exponentes del ala conservadora más opuesta a la iglesia conciliar que impulsó Juan XXIII.