En 1854, el presidente norteamericano Franklin Pierce ofreció una suma considerable de dinero para comprar una porción de territorio a los pieles rojas. El cacique Seattle rechazó la suculenta oferta en una carta que, en 1972, fue declarada por un Congreso Mundial en Estocolmo como la Primera Carta Ecológica del Mundo.
“Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Trata a la madre tierra y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden…Su apetito devorará la tierra, dejando atrás sólo un desierto”, comenzaba diciendo la carta de Seattle al presidente de Estados Unidos.
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El desierto que anunció aquel cacique piel roja a mediados del siglo 19, ya avanza voraz sobre el planeta. La biósfera se altera aceleradamente generando amenazas a la existencia humana. Esta es la realidad más acuciante. Jamás en la historia hubo algo de mayor importancia que el cambio climático. Es el tema que abordó la COP28 en Dubai. Pero el mundo estaba con otras cosas graves y, una vez más, no le prestó la debida atención.
El canje de rehenes israelíes por presos palestinos y la ruptura de la tregua en Gasa, la creciente impotencia de Ucrania para enfrentar al ejército invasor y la muerte de Henry Kissinger, el hombre que dejó su marca en el siglo 20 para bien y para mal, taparon casi totalmente a la cumbre del clima que, como ironía de la historia, se llevó a cabo en una potencia petrolera: Emiratos Árabes Unidos.
Que no estuvieran Joe Biden y Xi Jinping fue la primera señal preocupante respecto a la conciencia mundial sobre la mayor amenaza contra la humanidad. Estados Unidos y China son los dos países que más gases de efecto invernadero producen. Y la presencia o ausencia de los presidentes marca el nivel de prioridad que los países otorgan a las cumbres internacionales.
Otra señal preocupante fue la aprobación de un fondo para pagar daños y pérdidas causadas por las inundaciones y las sequias que está provocando el calentamiento global.
Por cierto no está mal, sino todo lo contrario, que se socorra a los millones de campesinos y productores rurales que pierden su ganado y sus cosechas por los fenómenos climáticos cada vez más intensos y reiterados. Tampoco que el fondo creado busque compensar los productos que se pierden por la producción de otros productos de alimentación, y que se reparen las ciudades, las aldeas y las casas abatidas por las cada vez más potentes y destructivas tormentas. Pero todo eso, aún siendo indispensable, implica actuar sobre las consecuencias y no sobre las causas.
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Más alentador sería que los delegados en la reunión cimera de la ONU para el cambio climático hubiesen acordado un fondo para luchar contra el aumento constante de la temperatura en la atmósfera y en los océanos. Esa es la causa de los fenómenos climáticos de efectos devastadores. Reparar los daños no es actuar sobre el problema, sino sobre las secuelas del problema.
Ciertamente, y como en las anteriores ocasiones, todo lo tratado fue importante. Las exposiciones enriquecieron el arsenal de elementos existentes para movilizar la conciencia de la sociedad global a la toma de decisiones drásticas de manera urgente. El saldo de la COP28 puede haber sido positivo, pero sus puntos débiles evidencian el mayor problema de la humanidad en este tiempo: no parece dispuesta a tomar conciencia de lo que significa la alteración de la biosfera y, por ende, no le impone a sus líderes dar a la lucha contra el cambio climático la prioridad que debe tener.
Ningún gobernante de este tiempo parece estar a la altura de Seattle. Ninguno tiene la visión esclarecida del hombre cuyo nombre denomina a la capital del estado de Washington. Aquel jefe de los pieles rojas que, a mediados del siglo 19, ya advertía sobre lo que implicaba alterar la tierra y el cielo.