Es una postal desalentadora. Alejandro Toledo, esposado, entrando a la misma cárcel donde está Alberto Fujimori, el corrupto autócrata al que él había enfrentado, además de Pedro Castillo, el último presidente destituido, muestra un país en el que la dirigencia política transita los senderos del delito.
Castillo cumple prisión preventiva acusado de intento de perpetrar un golpe de Estado como el que en 1992 hizo Fujimori, convirtiéndose en el déspota que ordenó los crímenes de lesa humanidad por los que fue condenado. Junto a ellos, tras los muros del penal de Barbadillo, ahora está también Toledo, acusado de cobrar 35 millones de dólares en sobornos pagados por la empresa Odebrecht.
También estuvo en una celda el expresidente Ollanta Humala, acusado de recibir dinero ilícito de Odebrecht y del régimen venezolano para la campaña electoral que lo llevó a la presidencia en 2011.
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Otro expresidente, Alán García, no llegó a estar en prisión porque se quitó la vida cuando la policía llegó a su casa para detenerlo. Y Pedro Pablo Kuczynski quedó en prisión domiciliaria, por las medidas ilegales que tomó desde la presidencia para conjurar las embestidas desestabilizadoras de Keiko Fujimori.
Los mandatarios interinos Valentín Paniagua y Francisco Sagasti son la excepción al haber pasado por la presidencia sin manchas de corrupción u otros actos ilegales.
Pero el caso de Toledo, quien se encontraba prófugo en Estados Unidos y ahora fue extraditado, resulta particularmente perturbador por su historia personal y por su aporte a la política y a la economía del Perú.
De sangre indígena y origen extremadamente humilde en la región andina, fue descubierto por una fundación que becó sus estudios. Llegó así a la Universidad de Stanford. De regreso en Perú, ya como un notable economista, se convirtió en el principal cuestionador del régimen de Fujimori, a quien enfrentó en las urnas en dos oportunidades, logrando dejar a la vista, en la segunda elección, que se había cometido un fraude.
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Las protestas masivas terminaron con la fuga de Fujimori y, después del gobierno de transición que encabezó Valentín Paniagua, ganó la presidencia en las urnas Alejandro Toledo, con la imagen de artífice principal de la caída del déspota que imperó entre 1990 y 2000.
En los cinco años que ocupó la presidencia, Toledo recompuso la institucionalidad democrática y consolidó el modelo económico de mercado que había impuesto Fujimori. Ese primer quinquenio del siglo 21 dio estabilidad a la economía peruana, iniciando un largo período de crecimiento, porque los lineamientos macroeconómicos fueron mantenidos durante las presidencias de Alan García y Ollanta Humala.
No fue un presidente más. Alejandro Toledo cumplió roles claves y positivos. Por eso su caso impacta con fuerza. Verlo entrar esposado en la cárcel donde está el autócrata al que enfrentó con tanto coraje, debilita la confianza en la democracia en un país donde la sociedad vio a demasiados presidentes desfilar por tribunales y acabar en prisión.