La protesta que estalló con el crimen policial de un adolescente en Nanterre merodeaba las fronteras del caos incontrolable, cuando la madre y la abuela de la víctima salieron a pedir que los manifestantes dejen de incendiar automóviles y destruir locales comerciales.
A esa altura, la ultraderecha empezaba a organizar fuerzas de choque que salieran a reprimir violentamente a “los africanos que están destruyendo Francia”.
Cientos de jóvenes que siguen a figuras de la extrema derecha como Marine Le Pen y Eric Zemmour, armados con bates de béisbol, se lanzaban a las calles a librar batallas campales.
Fue alentador que la policía los atacara con igual intensidad con que ataca a los manifestantes que incendian autos y comercios. El odio a los franceses con ascendencia magrebí, a quienes la ultraderecha no considera franceses sino africanos, no está lejos de engendrar milicias racistas.
El fantasma de las SA sobrevuela las barricadas. El primer brazo miliciano del nazismo fueron las Sturmabteilung fuerzas de asalto cuyo nombre significa divisiones de tormentas y lideró el hitlerista Ernst Röhm. Esas fuerzas de choque embestían brutalmente contra los huelguistas y contra las manifestaciones de los partidos izquierdistas, para que el nazismo ganara las calles imponiendo un “orden” basado en la violencia ideológica.
Un peligro similar podría afrontar Francia. El racismo siempre estuvo presente en minorías intensas. Seguramente, la mayoría de los franceses era profundamente anti-nazi, pero un sector de la sociedad apoyó el régimen títere que Hitler impuso en Vichy, con el mariscal Petain como presidente manejado desde Berlín. El colaboracionismo fue fuerte en la Francia ocupada.
Probablemente, la mayor parte de los franceses, incluidos los militares, entendió la decisión del general De Gaulle de poner fin a la guerra colonialista en Argelia y permitir la independencia de ese país nor-africano. Pero el sector militar que estuvo en desacuerdo formó la Organización del Ejército Secreto (OAS) y lanzó una guerra sucia contra los independentistas argelinos.
Del mismo modo, si bien la mayoría de los franceses no son racistas, el racismo que se ensaña con los nor-africanos está presente en una minoría porcentualmente significativa y muy intensa.
Lo que debe resolver Emmanuel Macron para sacar a Francia de la recurrente revuelta urbana que hace estallar, desde principios de la década del ochenta hasta la actualidad, la falta de integración de los franceses con ascendencia magrebí, es precisamente esa integración fallida.
Desde que Mitterrand impulsó, tras las revueltas que estallaron en Lyon en 1981, tímidas políticas de “discriminación positiva” para integrar a ese sector, poco y nada se hizo en ese sentido. Por el contrario, desde Sarkozy en adelante la única repuesta a los estallidos sociales provocados por la discriminación fue el incremento de la represión.
Como señala acertadamente el politólogo Andrés Malamud, basta mirar la otra costa del Canal de la Mancha para ver lo que falta en Francia. En el Parlamento, las alcaldías y los demás altos cargos públicos, así como en la cúpula empresarial, Francia casi no tiene descendientes de la inmigración nor-africana.
Al contrario, aunque lejos de haber resuelto todos los problemas de la inmigración, Gran Bretaña tiene en el cargo de primer ministro a Rishi Sunak, descendiente de indios que juró al asumir el cargo apoyando su diestra en el Bhagavad Gita, uno de los textos sagrados del hinduismo.
Además, en otros altos cargos de primera línea hay hijos de la inmigración. El alcalde de Londres es Sadiq Khan, hijo de paquistaníes y musulmán. También es hijo de paquistaníes y musulmán el primer ministro de Escocia, Humza Yousef. Por el contrario, las clases política y empresarial francesas son homogéneamente blancas. Y para los bolsones racistas de la sociedad, los negros que se destacan en el futbol galo son franceses, pero los que se hacinan en las “banlieue” (urbanizaciones pobres de los suburbios) son “africanos”. No les importa que hayan nacido en Francia y sean hijos de nacidos en Francia. Si tienen la piel oscura y viven en la pobreza, son “africanos”, no franceses.
Ese racismo no será mayoritario, pero existe y ha empezado a supurar fuerzas de choque extremadamente violentas.
Francia ya no coloniza buena parte de Africa, pero sostiene enclaves de economía extractivista, como la que abastece de uranio sus centrales atómicas desde Níger, que son abusivas y colaboran con mantener pobre el África subsahariana y también la magrebí, generando oleadas de inmigración hacia Europa. Esa política deberá ser revisada por Francia, que también debería generar formas de “discriminación positiva”, políticas controversiales pero que han abierto puertas a la integración y la movilidad social en otros países europeos y también en Canadá y Estados Unidos.
La otra posibilidad es mantener el statu quo que amontona generaciones que se sienten clausuradas y despreciadas por la cultura, la economía y la sociedad de Francia, que desde los ´80 causa recurrentes estallidos sociales en los que autos y locales comerciales arden como antorchas.