Tendría unos seis, siete años y vivíamos en San Francisco. Un día llegó mi papá a casa con un postre que tenía aspecto de torta, de merengue y crema. Una delicia. Nunca había comido algo tan rico. Tal fue el deleite que el nombre, imperial ruso, se quedó adherido a la memoria como el sabor al paladar por años.
No fueron muchas las veces que volví a probarlo. El precio no era muy accesible al presupuesto familiar y además al poco tiempo abandonamos San Francisco para mudarnos a Río Tercero. Desde aquel tiempo que cada vez que se mencionaba el nombre imperial ruso yo salía corriendo a la panadería de rigor, pero una y otra vez chocaba con la amarga realidad: no se parecía en nada al de mi memoria, al de mi paladar.
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Las escenas mías detrás del imperial ruso de mi infancia comenzaron a ser esporádicas y un día desaparecieron. O no volví a escuchar de él. Ya grande, volví a San Francisco a presentar mi primera novela y el domingo a la mañana, con mi esposa, salimos del hotel para volver a Córdoba. Habremos hecho un par de cuadras sobre la 25 de Mayo cuando paré en una panadería. Estaba antojado de medialunas y el local tenía buena pinta. Entramos, sacamos el número y mientras esperábamos que nos atendieran veo en una de las vitrinas una especie de torta que me llamó la atención. Se me aceleró el pulso. No esperé hasta mi turno y con cierta imprudencia le pregunté a la chica que atendía cómo se llamaba eso, mientras señalaba con el dedo a la torta de la vitrina. “Imperial ruso”, dijo la chica con cara de fastidio y siguió atendiendo a su cliente.
Compré el tamaño más grande para llevar y una versión individual que me aseguraban tenía el mismo sabor, para ir comiendo en el auto.
Entre el apuro y los nervios abrí torpemente el envoltorio y le pegué un mordisco a ese postre suave, liviano, casi etéreo. Fue un regreso súbito a la infancia. A mis días en San Francisco, a esa etapa de la vida en la que sólo se puede ser feliz. Como si todo aquel tiempo hubiese permanecido atrapado en el imperial ruso, tenía exactamente el mismo sabor de mi recuerdo. Habían pasado más de treinta años pero el paladar conservaba la memoria viva del merengue, de la crema de manteca, de esa dulce y completa suavidad, que me llevaba en alfombra mágica a mis días de niño.
Hasta hoy que pregunto por gente que vaya a San Francisco y pueda volver con esa torta. Hasta hoy que el paladar me ayuda a retener esa parte tan linda y tan intensa de mi historia. Hasta hoy que siento la necesidad de que el imperial ruso me acompañe los años que faltan. Como una manera de confirmar que la vida es indivisible, que los guiños de la infancia a menudo escriben el porvenir.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.