“Compañero, de piquete,
cuando quieras sale un pete.
Compañera, piquetera,
cuando quieras hay tijera”
Este estribillo de una canción del conjunto Sudor Marika, interpretada nada menos que en el festival para celebrar la asunción de Alberto Fernández y su mentora Cristina Kirchner, es revelador de cuán naturalizado está el bloqueo de calles en amplios sectores sociales.
El cuarto gobierno kirchnerista amanecía dando un paso más, al ritmo de esta cumbia, en la aceptación del ritual del piquete. El auge que vemos hoy de esta supuesta forma de protesta no debería sorprendernos.
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Esta vez, se adueñaron durante dos días de unas siete cuadras del centro cordobés y de muchos otros sectores estratégicos en las principales ciudades del país. Con una logística cada vez más sofisticada, las agrupaciones piqueteras lideradas por el Polo Obrero concretaron su promocionado campamento en busca de más planes. Aunque es difícil distinguirlos de los opulentos movimientos K, se declaran opositores a lo que conocimos como Frente de Todos.
Fue una demostración de fuerza del estado paralelo que con los años han estructurado, subsidiario del Estado nacional, frente al cual los estados provinciales y municipales se ven impotentes. En el reino planero las reglas las fija a discreción el establishment piquetero: quién pasa y quién no, dónde se puede trabajar y dónde se frena todo hasta nuevo aviso.
Esta vez hubo hasta decenas de vehículos atrapados en playas de estacionamiento dentro del área del “acampe”; vecinos con discapacidad para desplazarse que residen en las cuadras tomadas que debieron postergar consultas médicas; gente que al otro día aspiraba a desempeñar tareas productivas que no pudo dormir por el invasivo bullicio que a 5, 10 o 15 metros de sus ventanas impuso el liderazgo planero durante dos noches.
Los pretextos enunciados para movilizar a la gente cuyos beneficios sociales administran variaron. Hubo desde consignas de rechazo al acuerdo con el FMI hasta un inverosímil pedido de “trabajo digno”. Pero no deberían quedar dudas de que la pulseada es por más fondos públicos para consolidar la clientela actual y ampliarla.
Guiando a los acampantes se veía a dirigentes aferrados al presupuesto público que exhiben con orgullo su adhesión a los regímenes más brutales de la historia contemporánea. Admiran los experimentos autoritarios en los que se bloqueó la iniciativa privada y se universalizó la miseria. En los que únicamente prospera la élite política.
Está claro que no se le puede dar una respuesta simple y rápida al enorme desafío que representan para la convivencia democrática y para las expectativas de cierto desarrollo económico las estructuras paraestatales del piqueterismo. Pero si desde el Estado (y esto incluye a los distintos niveles y a sus diferentes poderes, principalmente el Judicial) no se buscan alternativas para desactivar el apriete desembozado que en verdad constituye la llamada “protesta social”, los riesgos son mayores. El hartazgo de la opinión pública frente a este avasallamiento constante de sus derechos puede favorecer el encumbramiento de posiciones extremas en el tratamiento del problema.