Uno de los postes en la equina de Sagrada Familia y Octavio Pinto, allí donde muere el Cerro de las Rosas, dibuja una delgada sombra que alcanza para cubrir el cuerpecito de un niño que apenas puede ponerse de pie y se va fortaleciendo para dar sus primeros pasos.
Allí lo ha refugiado su madre, una mujer joven de rostro impávido, al que la pobreza ha dejado casi sin expresiones. Como otras tantas en distintos lugares de Córdoba, trata de conseguir unas monedas limpiando parabrisas.
¿Le ponemos un nombre al niño? Llamémosle José, si les parece.
El tránsito estaba atascado y lo miraba desde la ventanilla de mi auto. Inquieto y evidentemente vivaracho, no se quedaba quieto a la sombra del poste y prefería apoyarse en el tacho de plástico de 20 litros que su madre usaba como recipiente de un agua levemente jabonosa.
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Pero además José imitaba lo que veía hacer a su madre: agitar de arriba abajo el limpiavidrios que ella usaba.
La atracción de las pequeñas y traslúcidas esferas de jabón que se formaban le resultó irresistible y hacia allí fueron sus manitos. Y por supuesto después... ¡a la boca!
¿Qué mejor juego, si además no había otro disponible ?
La mujer, sin violencia pero con firmeza, le sacó las manos del tacho y le limpió la boca. Ni un grito, ni una palabra. Solo una mirada de su rostro inexpresivo. Pero José es el centro de atención y alegría de los limpiavidrios, que siempre están en grupo.
Uno de ellos, un hombre ya mayor, al percatarse de la travesura, usó el palo de su limpiavidrios como compañera de baile y se acercó contonéandose y cantado al niño, tratando de que volviera a sonreir después del reto de su madre.
Otro conductor que inicialmente se había rehusado a que le sacaran la suciedad del parabrisas, se conmovió por lo que veía y presuroso le alcanzó un billete a la mujer, como para limpiar su conciencia.
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El tránsito se puso en marcha, pero no pude sustraerme al impacto que me había provocado la fugaz y tragicómica escena.
Hay decenas de estos niños en las esquinas de la ciudad. Tienen recién nacidos sus sentimientos y ya son peritos en supervivencia, en gambetas al hambre y hacerse duchos en rogar por una moneda.
Josecito aún sonríe, porque es demasiado pequeño para comprender que es el eslabón más frágil de una realidad dramática: los tiempos de los niños de la calle. Por ahora para él todo gira alrededor de sutiles pompas de jabón, pero lo que rebela es pensar que sus posibilidades de un futuro mejor son muy escasas.
Una cosa es segura: mientras haya un solo José viviendo en la calle, todo lo que nos puedan decir es puro cuento.