“Un pequeño grupo de inadaptados arruinó la fiesta de todos”. La frase es especialmente usada por dirigentes deportivos y políticos que, pretendiendo reducir la barbarie y circunscribirla a focos minúsculos de bárbaros, tienen como objetivo central exculparse, concederse un autoindulto. Atribuirle a la pequeñez, las enormes responsabilidades propias.
Además es una frase mentirosa. No se trata de un “pequeño grupo de inadaptados”. Primero porque hay fuertes sospechas de que son representantes de un sector mafioso de los Borrachos del Tablón, a cuyo líder le encontraron en un allanamiento en la casa diez millones de pesos y trescientas entradas legales. Trescientos barras que no podían entrar al partido.
Luego porque semana a semana vemos que los violentos son muchos y se expresan cada vez con más frecuencia. Y finalmente porque hay que terminar con el autoengaño de que las minorías arrastran a los demás al desastre. Las minorías requieren de la anuencia expresa o silenciosa de las mayorías.
En la historia ha sido así. Un puñado de militares lleva a la guerra a un país entero. Decisiones tomadas en un despacho provocan hasta cataclismos económicos en toda una sociedad. Un anuncio equivocado manda a la desesperación y a la muerte a miles de migrantes.
Repetir como loros eso de “un pequeño grupo de inadaptados” es barrer la mugre debajo de la alfombra.
La segunda definición bochornosa sería del tipo “son cagones que no se animan a jugar el partido” o la opuesta pero similar “vayan a llorar a la iglesia”.
Son frases de fanáticos a los que, en el fondo, no les interesa otra cosa que el resultado deportivo. Y sin embargo se la he escuchado y leído a gente inteligente y responsable. Según ellos (explícita o implícitamente) la justicia de la decisión que se tome depende de cuánto perjudique o beneficie a su equipo.
Se supone que los cagones serían los hinchas de Boca que piden sanción ejemplar para River y los llorones los millonarios que no quieren aceptar una medida ejemplar. Ni a unos ni a otros les importa un carajo la ley. Insisten en acomodar las cosas de acuerdo a la conveniencia momentánea sin reparar en que la única forma de construir una sociedad justa es respetar las normas que hemos establecido para vivir en relativa armonía.
La tercera frase es directamente cínica: “Tomamos las decisiones para proteger este magnífico espectáculo que es el fútbol”.
Dicha por los más encumbrados dirigentes deportivos, intenta distraer la atención sobre el verdadero objetivo de sus decisiones que es proteger un negocio multimillonario. No estaría mal, a fin de cuentas, pensar en los intereses de quienes han pagado millones de dólares por derechos nacionales e internacionales de televisión, de sponsors que pueden demandar la devolución de lo invertido, en las miles de personas que pagaron sumas siderales por entradas, hoteles y traslados, etcétera. No estaría mal, siempre y cuando estos intereses no se antepusieran al bien mayor a proteger en cualquier espectáculo: la seguridad del público, o como en este caso, el de un evento que se masifica a través de las televisión y las redes, la protección del conjunto de la ciudadanía. La Conmebol (y el presidente de la FIFA) estuvieron a punto de poner en riesgo la paz social de todo un país de haber insistido con que el partido se jugara en semejante estado convulsivo. No hay negocio que justifique semejante irresponsabilidad. Al menos no lo hay en el terreno de la ética y moral del mundo en el siglo XXI.
A mi modo de ver, la única manera de intentar que los bochornosos episodios del sábado no hayan pasado en vano, es aplicar el rigor de la ley, le duela a quien le duela. A los inventores del fútbol, los ingleses, los suspendieron diez años de las competiciones europeas por los desastres que hacían los hooligans. Así aprendieron. De lo contrario, pondremos un nuevo mojón sobre el modo sudamericano de hacer las cosas: acatar la voluntad del más poderoso del momento.