Es una victoria de las mujeres iraníes que el régimen haya tenido que anunciar la disolución de la policía moral, o policía de la virtud, el retrógrado instrumento con que el estado teocrático controla que, en la vía pública, las personas cumplan con las estrictas normas de comportamiento y vestimenta impuesto por la sharia (ley coránica) y la tradición islámica.
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Ese cuerpo policial fue creado por el gobierno de Mahmud Ahmadinejad, el miembro más fanático del movimiento ultra-islamista que llegó a la presidencia. Su disolución, parcialmente desmentida por otros miembros del poder religioso, es la consecuencia de las masivas protestas que estallaron cuando una patrulla de agentes de la moral detuvieron y provocaron la muerte de Mahsa Amini, una joven kurda que tenía sólo 22 años y fue arrestada y maltratada por llevar mal puesto el hiyab.
Las mujeres eran el blanco casi exclusivo de la policía moral. La ley que impone la obligatoriedad del hiyab, o velo islámico, se estableció en 1983, al consolidarse en su forma más radical el régimen teocrático creado por el ayatola Ruholla Jomeini tras derrocar al sha Reza Pahlevy.
Durante los ochos años de la presidencia del reformista Mohamed Jatami, se flexibilizó la aplicación de las estrictas leyes religiosas. Por eso el retorno del fanatismo chiita extremo, con la llegada de Ahmadinejad a la presidencia, incrementó la presión represiva y se ensañó particularmente con la mujer.
La muerte de Mahsa Amini detonó un nivel de protestas que roza los umbrales de lo insurreccional, porque las ansias reformistas muestran haberle perdido el miedo a los próceres de la República Islámica y a las actuales cabezas del régimen.
Las mujeres se quitan el velo y lo hacen flamear como bandera durante las manifestaciones en las que enfrentan a la policía antimotines. En las escuelas y universidades descuelgan y pisotean los cuadros del ayatola Alí Jamenei, máxima autoridad religiosa y política del país. La consigna más gritada es “que caiga el dictador”. Pero mostrando un grado más profundo de rebelión, también descuelgan y pisotean imágenes del ayatola Jomeini.
En la ciudad de la provincia de Markazi donde nació el creador de la República Islámica, la residencia donde pasó su infancia y juventud fue incendiada por manifestantes. Jomeini ya no es un prócer venerado al que no se podía mencionar sin reverencias. Sus cuadros y estatuas están cayendo.
La represión puede acabar doblegando al estallido contestatario y sofocando las protestas, como ya ocurrió en varias ocasiones. Es posible que, como en los casos anteriores, las embestidas de la policía anti-motines y los linchamientos y asesinatos perpetrados por la fuerza para-militar Basij, logren imponerse sobre la rebeldía desatada por la muerte de Mahsa Amini. Pero la caída de los principales símbolos de la revolución religiosa muestran un espíritu en rebelión que seguirá latiendo en la sociedad iraní y volverá a estallar en futuros cercanos.
Ni en las protestas que detonó la clausura del diario reformista Salam ni en las que, años más tarde, hizo estallar el fraude electoral que le robó la victoria al reformista Mir Hossein Musavi, se vieron desafíos tan osados contra las fuerzas represivas, contra los líderes actuales y contra el panteón de la revolución islámica.
Los muertos ya suman centenares y las cárceles están colmadas de presos políticos, pero sigue habiendo manifestaciones y una epidemia de gestos contestatarios.
Es como si algo se hubiera quebrado para siempre dentro del sistema.