Sabés que no fue fácil. No te fijabas en mí o, mejor dicho, a mí no me sonreías con el hoyuelo, sino con una mueca de altanería. Hasta que algo hice para que me quisieras. Vos nunca supiste qué, o fingiste no saber. Te vi en la facultad y me animé a acercarme. Recuerdo tu cara de sorpresa, y tu mueca, pero no me importó. Te mostré el boleto capicúa que me había tocado en el colectivo, te dije algo cursi, algo como “te reservé el mejor asiento”, y entonces te reíste con el hoyuelo.
Así fue, mujer, esposa, compañera. Todavía recuerdo ese hormigueo en el pecho, esa sensación a la que le llamaba felicidad y que venía cada vez que te aferrabas a mi brazo y caminábamos por donde fuera.
Viejas épocas, cuando nos acurrucábamos como si el futuro ya hubiese llegado, protegidos los dos, el uno por el otro, para siempre.
Pero el futuro escondía sus propios códigos. Empezamos a usar palabras nuevas, como paciencia, confianza, seguridad, hasta que llegó el momento de hablar de “tolerancia”. Eso ocurrió, al menos desde mi punto de vista, el día en que no supe distinguir entre el hoyuelo y la mueca o, aun peor, el día en que el hoyuelo y la mueca fueron un revoltijo sin significado.
Empezamos a “durar”, como decías vos, a ocultar la cara de fastidio por mis uñas largas o tus pelos en la ducha, a darnos abrazos tibios y besos cortos. Buscamos amparo en los recuerdos, pero lo que encontramos era poco para todo lo que habíamos perdido.
Qué ingratos, amor mío, llamar “poco” a una vida juntos. Llamar “poco” a la paciencia, a la tolerancia. Aunque me arrepiento de no habértelo preguntado, estoy seguro de que pensarías como yo: que esa ceguera era nuestro modo de resistir, de creer que podíamos seguir siendo jóvenes y desparramar ollas y cubiertos para hacer el amor en la cocina. Esa obcecación por detener el tiempo nos volvió incapaces de mirar. No vimos pasión en los ojos del otro, y nos vinimos abajo.
¿Cuántos años pasamos gruñéndonos en silencio, volviendo insoportable cada cena, cada regreso? ¿Sabés las horas que busqué en secreto los rastros de tu hoyuelo, las veces que no me animé a preguntarte cuál de las marcas de tu rostro había sido la verdadera?
Recién cuando te enfermaste supe lo estúpido que fui. ¡Qué carajo importaba la pasión o la tolerancia si estabas conmigo! Años rompiéndome la cabeza y la mirada, buscando el sentido de un gesto, de esa marca mínima en tu mejilla, que en realidad no hablaba de vos sino de mis carencias. Todo lo que había pretendido desapareció cuando supe tu diagnóstico.
Cuánto daría hoy por ese café que dejabas casi en mi mano; por el “son las siete” con el que me llamabas a la acción; cuánto por escuchar otra vez que estás cansada y te abrazás sin sexo a mi espalda; cuánto por hacerle entender a mi espalda esa tibieza.
Te voy a extrañar, querida. Ojalá fuera cierto que las almas se encuentran. Ojalá pudiera pedirte perdón.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.