No es una cuestión de edad. Quizás me hubiese muerto de porfiado. Hice 500 kilometros con un calor sofocante y llego a una rotonda y la empiezo a complicar. Tomo a una de las de las salidas de la rotonda. A la orilla hay un churcal bajo muy parecido al camino que normalmente me deja en Deán Funes y le doy.
Se hace de noche. Mi compañera está preocupada cuando se termina el asfalto. El camino no es malo y la noche es oscura. La luna llena se demora en salir y las dudas no se me alumbran. Me las trago con las últimas gotas de saliva que se resecan en los labios. Ya va venir una casa, un rancho, ya voy encontrar un auto y sigo.
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No quiero preocupar más. No quiero molestar. Quiero llamar a mi familia para avisar que estamos en camino pero no hay señal. Sigo. En una casita en un paraje que se llama Guanaco Muerto pregunto. Me alarma lo lejos que estoy, lo tarde que es, y el no saber cómo le hice para estar más cerca de Santiago del Estero que de Córdoba.
Giro en U y me vuelvo a perder. Entro sin querer a un laberinto de huellas blanquecinas que la luna empieza a emerger. Acá la huella se bifurca, más allá se divide, otra me aparece al costado del auto y me pregunta a dónde vas, no se ve un alambrado, un poste de luz, un vislumbre de un rancherío y la luna sobre el techo del auto me muestra que estoy en un mar de sal.
La rueda derecha se clava en el barro salado y ya no me puedo perder más. Cuando la luna se encapricha con el amanecer, el sol le gana la pulseada. Y a mí también. A las 8 de la mañana ya son más de 30 grados. Al mediodía los vapores de la salina empiezan a cocinarnos el aliento y no hay para dónde salir. Y salgo. Faltan 24 horas para que empiecen a buscarnos.