En la convulsionada Argentina de los ‘70 algunos diplomáticos extranjeros habían sido secuestrados, como el cónsul británico en Rosario, en 1971. Sin embargo, había sido liberado poco tiempo después a cambio de un rescate. Lo que ocurrió en Córdoba en 1975 con el cónsul estadounidense, en cambio, tuvo un final trágico.
Era una época donde se vivía un clima de extrema violencia en la ciudad. Los atentados, los secuestros y los asesinatos eran moneda corriente. Las víctimas eran mayormente militantes de distinta extracción política, sindicalistas, militares y policías.
El 26 de febrero, tras una operación sorpresiva que involucró al menos a 5 militantes en dos vehículos, Montoneros -peronistas de izquierda, que actuaban en la clandestinidad- secuestraron al único cónsul honorario de Estados Unidos en el interior del país. Se trataba de John Egan, un hombre que no venía de la carrera diplomática, sino que había trabajado en la fábrica de automóviles Kaiser, se había jubilado y se había quedado a vivir en Villa Belgrano. Desde allí ayudaba en la tramitación de visas. Egan no llegó a tomar el revólver que tenía a disposición en su mesa de luz y se lo llevaron a una “cárcel del pueblo”.
A pesar de que en ese momento los funcionarios extranjeros tenían custodia, a Egan se la habían retirado pocos días antes. Supuestamente porque habían matado a un policía de la seccional 14, que era la que le correspondía a esa zona.
La embajada norteamericana se mostró consternada por la falta de cuidados hacia su representante e inició de inmediato gestiones con los gobiernos nacional y provincial y envió a sus representantes a Córdoba.
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Los captores exigieron para soltar a Egan que se liberara a varios activistas de su organización o cercanos a ella. Sin embargo, cumplir con esa exigencia era imposible. Las autoridades nacionales no se mostraron favorables a una negociación y algunos de los capturados habían sido secuestrados por fuerzas parapoliciales (Triple A, de extrema derecha), no estaban reconocidos como detenidos por el Estado y, probablemente, ya habían sido asesinados.
A las 48 horas exactas, Egan fue ejecutado por los terroristas con un disparo en la cabeza. Su cuerpo fue dejado cerca de un canal en inmediaciones de la ruta 9 envuelto en una bandera que reivindicaba a Montoneros y con algunos recortes de diario alusivos a la muerte de dos integrantes de esa estructura. Fue el primer diplomático extranjero asesinado por los grupos subversivos.
En el sepelio participaron autoridades provinciales, entre ellos el gobernador Raúl Lacabanne, a pesar de que no le había brindado a la víctima la custodia que correspondía, y se recibieron muestras de pésame y repudio de los presidentes Estela Martínez de Perón y Gerald Ford (EEUU). El secretario de estado de aquel país, Henry Kissinger, también lo repudió. Dijo que se trataba de “un crimen sin sentido, execrable y despreciable”.
El terror que se había apoderado de la provincia todavía se extendería por mucho tiempo. Pero ya no hubo representantes diplomáticos de Estados Unidos porque ese país decidió no cubrir el cargo que había dejado vacante Egan.
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