La habitación de Fernando Fader estaba llena de ventanas. El sol entraba todo el día, sin obstáculos. Tenía que ser así: la luz era parte de su tratamiento contra la tuberculosis. En esa casa bañada por claridad, entre caballetes y lienzos, Fader resistió la enfermedad y construyó una de las miradas más profundas sobre el norte cordobés.
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La casa, hoy museo, se levanta en Loza Corral, a ocho kilómetros de Ischilín, en el norte de Córdoba. Allí llegó en 1916, buscando calidad de vida y aire puro, lejos de las grandes ciudades y de una enfermedad que no tenía cura. Encontró un paisaje único y luminoso que terminaría marcando su obra para siempre.
Allí pintó lo que veía y lo que vivía: los ranchos humildes, los caminos de tierra, el monte, la vida rural y sus costumbres. No buscó idealizar el paisaje: lo observó con atención, lo comprendió y lo tradujo en una pintura que hoy es identidad. Desde ese rincón del norte cordobés, Fader consolidó una obra clave del impresionismo argentino y puso a Ischilín en el mapa cultural del país.
Su legado no terminó con su muerte, en 1935. Su único discípulo directo, Martín Santiago, continuó la escuela faderiana desde Deán Funes y amplió ese camino con una obra propia. Murales cerámicos, esculturas y una intensa tarea pedagógica marcaron su recorrido. Impulsó la creación de la Escuela de Bellas Artes que hoy lleva su nombre y convirtió a la ciudad en un polo cultural del norte cordobés.
De esa escuela surgió también Mario Sanzano, alumno de Santiago en la secundaria y heredero contemporáneo de una tradición artística que nació entre la luz, el silencio y el paisaje.
Fuimos en busca de un referente y nos encontramos con tres. Y con una historia de maestro y discípulo tan singular como aquella habitación llena de ventanas, donde por las noches descansaba un hombre que, durante el día, no sólo pintaba cuadros: pintaba, sin saberlo, un legado.



