Habrá que seguirle agradeciendo a los ingleses que hayan comprado los cortes vacunos sin huesos, allá en los albores de nuestra industria frigorífica a finales del siglo 19, porque nos dejaron las costillas como emblema de nuestra pasión cárnica. Esa carne pegada al hueso que concentra tanto sabor es la que nos ocupa en esta servilleta de la servilleta.
Habíamos arrancado la cena para conseguir algunos datos de la política con una deliciosa selección de provoletas con distintos condimentos. Provenzal, caprese, chimi, pimienta encima de cada una de las cápsulas que se forman en la provoletera de cerámica.
Después llegó la costilla braseada. Muchas veces asociamos, erróneamente, la técnica del braseado con el uso de brasas. En realidad, se trata de un método de cocción lenta, a baja temperatura, con otros ingredientes que le aporten sabor, y un sellado final.
En ese caso, el chef me contó que salpimenta el costillar, lo cubre todo en una asadera o fuente de horno con una capa de verduras cortadas en trocitos, le echa un chorro de vino tinto para humedecer y lo lleva a horno de no más de 140, 150 grados por unas dos horas y media o tres, dependiendo del grosor.
Saca del horno, retira la verdura y lleva la costilla a un grill a fuego bien fuerte, donde la pone vuelta y vuelta para que se forme la costrita de cada lado.
De esa manera, la carne conserva sus jugos, la verdura le aporta humedad y sabor y ese sellado final le da el toque justo para disfrutar de lo mejor de nuestras carnes.
Buen provecho.