Otra misteriosa muerte que pone al Kremlin en el centro de las sospechas. Como es tan larga la lista de figuras enfrentadas con Vladimir Putin que un día mueren envenenadas, o cayendo de un balcón, o acribillado a balazos, cada vez que un disidente aparece muerto resulta inevitable sospechar del presidente ruso.
En el caso de Alexei Navalny, se trata de la crónica de un crimen anunciado. Con 47 años y sin que se hubiera reportado alguna enfermedad, la máxima figura de la disidencia en Rusia apareció muerto en su celda. Su regreso a Rusia en el 2021 fue como un acto suicida. Después del tercer intento de envenenamiento que había sufrido en Siberia y del que lo habían salvado en Alemania, donde Angela Merkel había logrado que se lo traslade, estaba claro que si quedaba al alcance de Putin su vida corría en peligro.
Sin embargo, tal vez pensando que no podía haber un cuarto intento de asesinato porque resultaría un crimen burdo, Navalny regresó a Moscú y fue apresado en el mismísimo aeropuerto. Allí comenzó un vía crucis de prisiones y estrados judiciales, que desembocó en una cárcel siberiana.
Totalmente desprotegido ante su poderosísimo enemigo, parecía cuestión de tiempo. Lo único que podía salvarlo era que su muerte sería como el retrato de un crimen con la firma del autor al pie. Por cierto, la firma de Vladimir Putin.
También Yevgueny Prigozhin pensaba que nada podía pasarle porque, después de haber desafiado al presidente ruso con una rebelión del Grupo Wagner contra el generalato, su muerte sería inmediatamente considerada como un asesinato ordenado por Putin.
El historial de crímenes despeja cualquier duda. Es la estadística la que explica que Putin es el principal sospechoso de tantas muertes extrañas.
Navalny desafía a Putin desde que militaba en el partido liberal Yabloko, del que se fue para crear una ONG abocada a investigar y develar casos de corrupción relacionados con el poder político.
Develó tramas oscuras, explicando las estructuras de corrupción que permitió a tantos “oligarcas” amasar fortunas obscenas a la sombra de Putin, con quien las comparten de distintas formas.
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Su última revelación fue el inmenso palacio secreto del presidente en la costa del Mar Negro. A esa altura, ya había sobrevivido a varios atentados. Pero era obvio que, en una prisión rusa, se podía someterlo a un proceso lento de envenenamiento.
Aunque digan lo contrario, seguramente ningún ruso tiene otra hipótesis sobre la muerte de Navalny que no sea la del envenenamiento. Así murió el ex espía que denuncio graves delitos del poder y acabó envenenado en Londres con Polonio 210, un componente radioactivo.
Muchos otros disidentes murieron con Novichoc, un agente nervioso de los tanques que producían los científicos de la era soviética en los laboratorios del KGB.
Otros murieron baleados, como el ex primer ministro Boris Nemtsov, los diputados liberales Gologliov y Yushenko, además de la periodista Ana Politkovskaya, quien había revelado la guerra criminal que impuso el Kremlin al separatismo caucásico en Chechenia.
La muerte de Navalny parece reconfirmar algo que ya se había confirmado con el accidente aéreo en el que murió Prigozhin tras la rebelión del Grupo Wagner: a Putin no le importa que el grueso del mundo y de su propia población lo considere un asesino serial.