Causa gracia. Los conductores de noticieros no pueden mencionar el hecho sin reírse. Pero en lugar de hacer reír, la decisión de Nicolás Maduro debería aterrorizar.
En definitiva, si un déspota es capaz de decir que se le apareció Chávez convertido en pájaro y de adelantar por decreto la Navidad, entonces es capaz de cualquier cosa.
Las afirmaciones y decisiones estrafalarias son un rasgo del autoritarismo caribeño. Por eso las dictaduras inspiraron el realismo mágico que representó con excelencia García Márquez y que inició Alejo Carpentier llamándolo “lo real maravilloso”.
Por eso es difícil responder la pregunta que recorre el continente en estos días: ¿Qué es más grave? ¿Que el régimen chavista haya ordenado la detención de Edmundo González Urrutia, o que Nicolás Maduro haya decretado que la navidad en Venezuela será el primero de octubre?
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Sin duda es gravísima la orden de detener a González Urrutia, cuya única verdadera “culpa” es haber vencido de manera abrumadora a Maduro en las urnas. Acusar a un hombre de 75 años que irradia mansedumbre, tiene una carrera diplomática impecable y ni una sola mancha en su historia personal, es acercarse peligrosamente a una línea roja.
Por las peligrosas consecuencias que tendría para la salud del hombre que venció a Maduro en las urnas y por el estallido social que podría causar el régimen si transgrede esa línea roja, parece más grave la orden de detención contra González Urrutia que el adelanto de la navidad que estableció por decreto Maduro. Sin embargo, aunque provoque risas, el anuncio desopilante que hizo el fraudulento presidente resulta más inquietante y oscuro que gracioso.
Sucede que cuando un dictador ingresa a la dimensión del absurdo y arrastra consigo a la sociedad que lo padece, su dictadura puede haber cruzado el umbral del totalitarismo.
El absurdo es uno de los rasgos del totalitarismo. Pero también es un rasgo de las dictaduras caribeñas del siglo 20. En esa dimensión delirante de las tiranías latinoamericanas, con déspotas que embriagados de poder imponían sus caprichos más burdos y grotescos, se inspiró el personaje de comedia que encarnaba Alberto Olmedo en la televisión de los ochenta: El Dictador de Costa Pobre.
Los desvaríos de los tiranuelos caribeños inspiraron también a Woody Allen para escribir, dirigir y protagonizar “Bananas”, la película de 1971 que retrata la metamorfosis de un neoyorquino que, de manera rocambolesca, termina encabezando una revolución en la “republiqueta bananera” de San Marcos y rápidamente se convierte en un dictador que toma decisiones absurdas y pronuncia discursos delirantes.
Pero en la realidad, los ridículos dictadores caribeños no son graciosos, sino nefastos y tan criminales como los totalitarismos, que son la dictadura absoluta.
Experto en distraer a los venezolanos y al mundo sacando cartas de la manga, que un día puede ser la anexión del Esequibo y otro día el “descubrimiento de que el imperialismo le inyectó el cáncer al comandante Chávez”, Maduro quiso dar vuelta la página de su abrumadora derrota en las urnas y de su fallido intento de fraude, para descomprimir una sociedad que parece a punto de explotar, anunciando que Venezuela recibirá “al niño Dios” el primero de octubre.
Un delirio oscuro e inquietante, tan o más grave que la orden de detener a González Urrutia.
Responsabilizar al hombre que María Corina Machado eligió para vencer a Maduro, por los asesinatos cometidos por la represión policial y por las fuerzas de choque, es tan absurdo y delirante como dejar que un dictador decida cuándo es la navidad. Toda Venezuela vio como se produjeron esas decenas de muertes y también las detenciones masivas y los secuestros perpetrados por “grupos de tarea” como los que armó y usó la dictadura genocida en Argentina.
Poner tras las rejas a un hombre decente, será para el régimen cruzar una línea roja. Semejante trasgresión podría detonar protestas masivas como las que en la década pasada dejaron centenar y medio de muertos por la represión chavista, o podría detonar acciones internacionales más determinantes y drásticas, para poner fin a la oprobiosa dictadura que quiso posar de democrática simulando una elección, y le salió mal.