Cuando los intercambios de prisioneros son brutalmente asimétricos, es porque una de las partes se sabe moralmente inferior a la otra. Lo normal en las guerras entre países, o entre un Estado y una insurgencia justa y respetable, es que el canje de prisioneros sea numéricamente equitativo o lo más equilibrado posible. La fuerza que libera pocos ajenos recibiendo de la contraparte la liberación de muchos de los propios, no tiene prisioneros sino rehenes.
La diferencia moral entre Israel y Hamas se vio en el intercambio de rehenes por prisioneros. Cada israelí liberado implicó la liberación de varias decenas de prisioneros palestinos. No es la primera vez que Hamás cotiza de ese modo a los israelíes que captura. En el 2006, el soldado Guilad Schalit fue capturado por Ezzedim al Qassem, brazo armado de Hamás, y por milicias de los Comités de Resistencia Popular, siendo liberado cinco años más tarde a cambio de mil prisioneros pertenecientes a organizaciones islamistas. En el medio hubo más de un millar de muertes provocadas por la fallida operación de rescate “Lluvia de Verano” y por intercambios de ataques con misiles.

El mundo debería tomar nota de ese dato revelador. Para Hamás, un israelí vale al menos treinta palestinos. Es una valuación miserable para con el pueblo palestino. Asignarles ese mísero valor en comparación al valor que Israel asigna a cada ciudadano israelí, es una de las formas de degradar al pueblo que Hamás dice defender.
La otra forma de devaluarlo es aún peor: los convierte en carne de cañón en sus estrategias para estigmatizar a Israel como un Estado criminal.
Que la siniestra estrategia de Hamas implique sacrificar a los civiles palestinos, incluidos decenas de miles de niños, no le resta criminalidad a los bombardeos israelíes. La operación militar lanzada por Netanyahu y su gobierno fundamentalista comete crímenes en masa, una realidad que se desprende de las estadísticas de muertes civiles, no de consideraciones subjetivas políticamente motivadas.
El intercambio de rehenes por prisioneros deja a la vista otra miseria moral de Hamas: cuando aparecen las cámaras de televisión y las cámaras de los reporteros gráficos, aparecen los jihadistas vistiendo los uniformes, los pasamontañas y las vinchas verdes que no usan cuando combaten. Los palestinos de la Franja de Gaza están abandonados a su propia suerte, con el agravante de que las milicias que debieran protegerlos, al combatir vestidos de paisanos, incrementan significativamente las muertes civiles en las batallas urbanas. En ese punto, hay que reconocerle a los soldados israelíes combatir luciendo sus fajinas militares, para que las balas de sus enemigos vayan hacia ellos y no hacia civiles palestinos.
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Los yihadistas de Hamas sólo se calzan sus uniformes cuando hay que aparecer en cámara liberando rehenes y tienen garantizado que nadie les disparará. Toda esa miseria moral debe ser tenida en cuenta por las naciones árabes y sus gobernantes.
Si la tienen en cuenta, cuando esta tregua avance hacia un acuerdo de paz, Egipto, Arabia Saudita, el reino hachemita de Jordania, el nuevo régimen sirio, Qatar y el gobierno del Líbano deberían ejercer presión sobre Hamás para que desaparezca, dejando la totalidad del poder político y policial en manos de la Autoridad Nacional Palestina, mientras que de la seguridad militar debieran hacerse cargo esos países árabes.
Si así sucede, el desenlace de este conflicto catastrófico será satisfactorio para el pueblo israelí. A quién no debe satisfacer el mundo en la negociación de un acuerdo de paz es el gobierno fundamentalista y expansionista de Israel.
Si fuera por Netanyahu, el ala dura del Likud y los partidos ultra-religiosos que forman parte de la coalición gubernamental de extrema derecha, la “solución de los dos Estados” quedaría definitivamente enterrada y los asentamientos de colonos seguirían multiplicándose hasta hacer desaparecer del mapa el nombre de Cisjordania bajo las bíblicas denominaciones de Samaría y Judea.
Lo mismo pasaría con la Franja de Gaza. Y eso sería premiar el fanatismo territorial de un expansionismo injusto y alejado de la resolución de la ONU de 1947, por la que nació Israel y debe nacer también un Estado palestino.