El dolor estaba a flor de piel. Desde mi lugar pude sentir que por la mente de ellos pasaba la vida de Catalina, como si fueran fotos y videos que alguien mira en la galería del celular. No sé si el primer día fue el más duro pero era el inicio de un proceso que iba a terminar para darles al menos un poco de paz. Esa que Néstor Soto les quitó para siempre para reemplazarla por un sufrimiento eterno.
La primera vez que vi a Lucía, la hermana de Catalina, se paró a esperar a su papá Marcelo, que estaba dando una entrevista en las escaleras de Tribunales II. Fumando un cigarrillo y con la remera “justicia por Catalina” se detuvo a mirar a la nada. Fueron segundos pero parecieron una eternidad y reflejaban la desolación que implica perder a tu otra mitad. A tu hermana amiga. A la persona que llegó al mundo para que nunca más estés sola.

Pero todos ellos, Lucía, Marcelo y Eleonora, no estaban solos. Había muchas personas acompañándolos. Tías y tíos, primas y primos, un novio, amigas y amigos de Catalina. Mientras recorrían los pasillos del edificio judicial ese cariño se iba sintiendo. También se lo hacía sentir cada persona que se cruzaban y que ellos no conocían pero les deseaban fuerza y valor para ocupar esos zapatos. Los tres agradecían con sencillez y calidez.
Ese mismo día también vi por primera vez a Néstor Soto. Su actitud tranquila y cabizbaja me llamó la atención porque me pareció extraña, como si él fuera la víctima. Con la mirada perdida por momentos, observaba toda la sala. Daba la sensación de que estuviera haciendo una suerte de registro. Sin embargo, los días siguientes mostró otra cara y el arrepentimiento no se vio en ningún momento.
Con el correr de los días, la sala donde se juzgaba al femicida fue escenario de momentos tristes, macabros, irónicos y crueles. Preguntas hirientes que juzgaban el dolor ajeno como si fuera un delito cobrar un seguro de un auto incendiado (por el Renault Clio que prendió fuego Soto). O si tener un celular de determinado modelo (por el que tenía Catalina) haría menos víctima a la víctima. Preguntas que buscaban quitarle el foco a lo que los había llevado hasta ahí: el femicidio de Catalina Gutiérrez.
Como esos, se dieron muchas escenas que protagonizó Néstor Soto, su familia y su abogada, que se justificaba con estar ejerciendo la defensa del homicida. El momento más detestable fue, a mí parecer, aquella risa que mantuvieron el femicida y su defensora mientras los papás de Catalina estaban solo a unos metros de ellos. Aunque alegaron que solo fue “un chiste” entre ellos, se sintió como una burla hacia el dolor ajeno. Hacia eso que se arrebató sin piedad y no volverá jamás.

Fueron jornadas largas escuchando el horror que Néstor Soto le hizo a su mejor amiga. Aunque se tomaron muchos recaudos y no hubo fotos ni videos que reflejaran a detalle, la audiencia en la que se mostró la autopsia fue de las más duras. Aquel día se registró otra escena que marcó el juicio: Marcelo y Lucía se abrazaron y se quedaron mirando por varios minutos a Soto.

Los dos últimos días del proceso se vivieron sensaciones de todo tipo. El 18 de marzo fue crucial: el asesino declaró y relató lo que supuestamente pasó en el departamento de Podestá Costa. Para todos fue una mentira. Lo peor llegó cuando representó con su abogada la maniobra con la que supuestamente mató a Catalina. Una escena aberrante que encima fue falsa porque las pruebas demostraron que la ahorcó con un lazo o cinta que jamás se encontró.

A Soto no le tembló la voz ni una vez. No dudó en contar lo que él quiso para evitar una prisión perpetua y hacer creer que se trató de un homicidio simple por una crisis de estrés incontrolable. Quiso ocultar su bronca y sus celos pero los hechos lo condenaban por sí solos. Aquellos que relataron quienes eran sus amigos y amigas y que ahora, como era de esperarse, le soltaron la mano. Algo que él mismo dijo que no hubiera hecho jamás si tuviera un amigo homicida. ¿Será porque el ladrón siempre cree que son todos de su condición?
Personalmente me sorprendió cómo habló de ellos porque cuando cada uno prestó declaración tuvo una actitud de desinterés total. Los escuchó con una mano teniendo su cara, en clara señal de aburrimiento por lo que decían sobre él.
A la que sí se le quebró la voz fue a Eleonora, que tuvo que soportar escuchar al asesino sin piedad. Antes de que comenzara su relato, la mamá de Catalina se quebró en el pasillo de Tribunales porque sabía a lo que se enfrentaba. Yo esperaba al lado de la puerta de la sala y antes de ingresar se paró al frente y me tomó las manos. “Nunca dejes de cubrir este caso porque quiero que se sepa la verdad de lo que hizo y que nadie se olvide”, me dijo e ingresó a escuchar a Soto. Tuve piel de gallina por varios minutos y no pude decirle nada. Solo seguir con mi labor periodística que al fin era cumplir su pedido.
El 19 de marzo fue la sentencia y Néstor Soto fue condenado a prisión perpetua. Cuando leyeron el veredicto su actitud volvió a llamarme la atención: inmutable. Quizás porque previamente sospechaba que esa era la resolución o quizás porque, en su mente siniestra y fría, nada lo hizo arrepentirse de verdad. Sólo Néstor Soto lo sabe.

Mientras tanto, una familia que era de cuatro y fue obligada a ser de tres obtuvo la justicia que merecía. Aunque el dolor los acompañará por siempre, como cada persona que amaba mucho a Catalina, saben que ahora sí descansa en paz. Y “Catalina, presente” será una de las tantas frases que embanderarán, como gritaron aquel miércoles 19 de marzo después de la condena.
