Del cónclave salió un León decidido a cuidar el legado de Francisco, aunque probablemente sin ampliarlo ni profundizarlo demasiado.
El Papa León XIV tiene dos identidades que, de manera similar al pontífice argentino, repelen al ultra-conservadurismo que vanagloria a los mega-millonarios, postulándolos como una clase superior que debe manejar también el poder político. El nuevo jefe de la Iglesia es agustino, o sea un sacerdote que pertenece a la orden creada en el siglo XIII por el Papa Inocencio IV, uniendo comunidades de eremitas de Toscana.
Los eremitas eran personas extremadamente ascéticas que se aislaban, recluyéndose en la soledad y el silencio para dedicarse sólo a meditar, incluso sin bañarse ni alimentarse. Esos anacoretas se multiplicaron en la Alta Edad Media, difundiendo su ascetismo y considerando los lujos y las riquezas como abyecciones despreciables. Por tanto, la orden basada en la prédica de Agustín de Hipona es mendicante y dedicada a acompañar a los más pobres.
La otra señal del nuevo papado es el nombre pontificio elegido por Prevost: León XIV. O sea, un continuador del Papa León XIII, quien sobre finales del siglo XIX escribió la encíclica Rerum Novarum, en la que se pronuncia contra el capitalismo sin controles que genera explotación de los proletarios por los propietarios.
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León XIII describió el orden social generado por la Revolución Industrial, remarcando la necesidad de evitar los abusos de los poderosos sobre las clases débiles mediante la creación de sindicatos y la promulgación de leyes laborales en el marco de un Estado socialmente presente.
De ese modo, proclamarse en la senda de León XIII es proclamarse cercano a los valores de la Rerum Novarum, la encíclica que fundó la Doctrina Social de la iglesia, pero no desde el marxismo ni desde el anarquismo, sino desde el tomismo aristotélico, la filosofía de la escolástica que se contrapone al materialismo dialéctico.
La pertenencia a una orden mendicante y el apego a la doctrina social de la Iglesia son dos señales que dibujan un perfil exactamente opuesto a los postulados del ultra-conservadurismo en auge. Por eso es difícil imaginar que Donald Trump y los gobernantes y dirigentes de otras latitudes que con él se identifican, hayan sentido alegría al recibir la noticia sobre el nuevo Papa.
Aunque con tinte personalista, Francisco fue un moderado que abrió módicamente la iglesia a sectores siempre marginados y anatemizados, como los homosexuales y los divorciados, entre otros. Francisquistas como el cardenal italiano Matteo Zuppi o el filipino Antonio Tagle, se hubieran lanzado desde el Trono de Pedro a la ampliación y profundización de ese legado. Pero el moderado Robert Prevost lo que garantiza es la continuidad de ese legado, aunque sin ampliarlo ni profundizarlo demasiado. Por eso fue un candidato de consenso en un cónclave partido por una grieta.
Trump y Dina Boluarte supieron recibir con aplomo lo que, sin dudas, les habrá resultado una pésima noticia: la consagración de Robert Prevost al frente de la iglesia católica.
Por el contrario, cuando en 2013 le dieron a Cristina Kirchner la noticia de que el cardenal Jorge Bergoglio se había convertido en Papa, la entonces presidenta no pudo controlar lo que estaba sintiendo y disimuló mal su malestar. Horas más tarde, la artillería oficialista empezaba a disparar descalificaciones espantosas, como que el nuevo pontífice había sido cómplice de los crímenes de la sanguinaria dictadura militar que comenzó en 1976.
En cambio el presidente de los Estados Unidos y la presidenta de Perú pudieron sonreír y decir lo que seguramente no sentían al enterarse de que en el Trono de Pedro se había sentado el sacerdote de Chicago que pasó tres décadas de acción pastoral en el país sudamericano. O sea, un estadunidense y también peruano cercano a las posiciones de Francisco.
Esa noticia tan grata y sinceramente saludada por el pueblo del Perú, no podía resultar grata a la presidenta a la que criticó duramente por las sangrientas represiones con que aplastó masivas protestas campesinas tras la caída y encarcelamiento de Pedro Castillo. Tampoco habrá sido una buena noticia para su socia política en las sombras, Keiko Fujimori, a cuyo padre, monseñor Prevost cuestionaba públicamente por los crímenes que cometió el régimen autoritario que encabezó en los ‘90.
También Trump supo tragar saliva y sonreír al anunciar que felicitaba al primer estadounidense que llega al máximo liderazgo del catolicismo mundial. El quería que el nuevo Papa sea el cardenal ultraconservador Raymond Burke, de Wisconsin, o el arzobispo de Nueva York Timothy Dolan, ambos defensores del actual jefe de la Casa Blanca.
Otra opción para el magnate neoyorquino era el cardenal guineano Robert Sarah, un ortodoxo que superó a Burke y a Dolan en la cantidad y la agresividad de los ataques contra las reformas de Francisco.
Pero eligieron al cardenal norteamericano más cercano al pontífice argentino. Alguien que además tiene el carisma de Bergoglio, con una imagen que transmite humildad, compasión y sensibilidad, lo opuesto a la arrogancia, agresividad y supremacismo que transmiten la imagen de Trump y de muchos de sus correligionarios ultraconservadores en otros países.