Como siempre que llego, los perros corrieron a hacerme fiesta. Las dos nenas peleándose por la prioridad del cariño y el mastín grandote, un poco más viejo, caminando lento pero mostrándome que también me quiere.
Los acaricié a los tres, casi al mismo tiempo, porque se chocaban las cabezas para ser los primeros en recibir esa clase de afecto. A veces hasta me tengo que arrodillar y dejar que se me cuelguen y festejemos el encuentro como parte de una misma familia.
Confieso que me siento feliz.
Ustedes dirán, pero cómo puede ser, la felicidad es algo más profundo que acariciar un perro, o tres, es algo de los seres humanos, de la complejidad de la vida, es un hijo, una esposa, es recibirse con honores o tener un buen trabajo. Y puede ser que tengan razón. Pero yo soy feliz esos instantes en que mis perros me reciben de ese modo tan íntimo, tan cercano.
Jesús, el extraordinario ser humano y electricista que de vez en cuando va a arreglarme los desastres que hago con los cables, me dijo un día: usted llega a esta casa en la montaña, baja del auto, los perros lo reciben moviendo la cola… y usted ya es otro, respira de otra manera, ¿le podemos pedir mucho más a la vida?
Me acuerdo siempre del discurso de Jesús. Y entonces me explico el dolor intenso cuando desapareció el Pichi y yo la culpé a mamá durante tanto tiempo. O cuando tuvimos que sacrificar a la Yami, pobrecita, porque ya no había forma de calmarle el dolor y los años, y me escondí del otro lado de la casa porque pensé que así iba a sufrir menos. O la India, que corría como una desesperada para recibirme en la tranquera y un día la encontramos tirada y lloré dos días enteros porque no podía ser que esa vitalidad terminara de ese modo tan quieto. Como el fin del Richard, el gatito que recogimos solo y muerto de miedo, y rascaba la ventana antes de que entráramos a la casa, porque no quería perderse un segundo sin el calor del hogar.
Los perros y los gatos te quieren y no te piden más que un poco de comida y agua. No especulan con el amor, te lo entregan todo, tal como lo sienten. Y si no es amor lo que dan, eso que sentimos al recibirlo es tan fuerte que ya no importa el nombre que le demos. Los animales humanos no somos así. Aún el amor más puro tiene guardado un reclamo. Que devuelvas con un afecto de igual intensidad, que abraces con una determinada fuerza, que no calles o hables más de la cuenta.
Ese cariño incondicional de un perro o un gato, es lo que extrañamos cuando se mueren, y lo que celebramos cuando viven, cuando nos hacen fiesta al llegar, cuando nos convencen de que al menos algunas cosas de las que hemos hecho en la vida han servido para algo.
Esta columna fue publicada en el programa Córdoba al Cuadrado de Radio Suquía – FM 96.5 – Córdoba – Argentina.