El terremoto político con epicentro en Brasilia causó una devastación política y judicial en el bolsonarismo. Por el contrario, quedó en pie la institucionalidad de Brasil y el liderazgo de Lula da Silva.
De todos modos, el presidente y la democracia brasileña aún no deberían cantar victoria porque, como todo sismo, el que sacudió al gigante sudamericano puede tener réplicas.
De momento, la asonada golpista que una turba multitudinaria perpetró el 8 de enero, implicó una derrota para Bolsonaro y una victoria para Lula. Ese resultado se visualizó el día después del asalto a los edificios de los tres poderes.
Las postales del día siguiente mostraban a Lula rodeado por los miembros del Supremo Tribunal Federal, los legisladores de todo el arco político y todos los gobernadores representando a sus estados y a los partidos a los que pertenecen.
Contrastando fuertemente con las imágenes de un presidente triunfal arropado por el sistema democrático, el propio Jair Bolsonaro tuiteó la foto que lo mostró en una cama de hospital.
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La imagen de su convalecencia por “fuertes dolores abdominales” sólo podía tener dos objetivos: que en ese lunes fatídico para su espacio político, no se lo mencionara sólo como presunto instigador de la asonada golpista que devastó los principales edificios públicos de la república, sino que también se hable de él como víctima de las secuelas que le dejó el atentado que sufrió en Minas Gerais durante la campaña electoral. El otro objetivo era precisamente, recordarle a Brasil y al mundo que también él fue blanco de la intolerancia barbárica.
El contraste entre las fotos del día después evidenciaron de manera clara y contundente que Lula sobrevivió al terremoto y que Bolsonaro quedó sepultado bajo los escombros del armado golpista.
Por cierto, la historia no está terminada y el líder ultraderechista puede salir de entre esos escombros y provocar nuevos sismos políticos. Pero lo que ocurrió el domingo negro exhibió de manera obscena lo que ya estaba a la vista aunque todavía muchos se niegan a ver: el instinto golpista y autoritario del bolsonarismo.
La destrucción de pinturas y esculturas de gran valor artístico que se encontraban en el corazón edilicio de la república, expuso la naturaleza de una cultura política autoritaria.
La patética foto del día después que subió a las redes Bolsonaro describe con crudeza su situación. Su largo silencio mientras la turba multitudinaria perpetraba la asonada golpista y su tibia y tardía toma de distancia sin repudiar los hechos, además de las pruebas que muestran como su ex ministro de Justicia Anderson Torres había pergeñado un plan para desconocer el resultado de la elección presidencial y, después, como secretario de Seguridad del gobernador bolsonarista de Brasilia, había convertido al corazón del Distrito Federal en territorio liberado para que la turba multitudinaria asalte el Congreso, el Palacio del Planalto y el Supremo Tribunal Federal.
A esta batalla que libró para derribar el gobierno surgido de las urnas, el autoritarismo ultraconservador no la perdió por mérito de Lula, sino por la negligencia y por la naturaleza deplorable que exhibió la multitud bolsonarista que atacó los símbolos edilicios del Estado de Derecho y se ensañó con las pinturas y esculturas que encontró a su paso.
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El bolsonarismo sumó una razón más para que la Justicia de Brasil siente en el banquillo de los acusados a su líder.
Si Lula mantiene el gobierno centrista basado en la coalición que armó con partidos de centroderecha, de centro y de centroizquierda, y si maneja la economía sin derrapar en el populismo, este paso en falso del bolsonarismo será el inicio de su desaparición. Pero si, por el contrario, Lula intenta algo similar a lo que hizo Hugo Chávez tras fracasar el golpe de Estado que militares perpetraron en su contra en el 2002, entonces el bolsonarismo renacerá y Brasil quedará atrapado entre dos bloques autoritarios que marcarán el final de la democracia.
En abril del 2002, militares venezolanos apresaron a Hugo Chávez y lo presionaron para que firmara su renuncia. No lo consiguieron y el golpe terminó fracasando y dando al entonces presidente el argumento que buscaba para reemplazar la democracia por un régimen autoritario de carácter ultrapersonalista.
Algunos sectores de la izquierda, por el momento minúsculos, intentan convencer al presidente de aprovechar la oportunidad que le brinda el fracaso del plan golpista y haga lo mismo que hizo Chávez a partir del 2002.
Por ahora no hay señales de que Lula se tiente con valerse del último estropicio de Bolsonaro para lanzarse a la construcción de un proyecto de poder hegemónico.
El futuro de la democracia y la estabilidad en la región depende de que Lula siga sin tentarse con usar el autoritarismo bolsonarista, para construir otro autoritarismo: el de izquierdas.