El Alan me contó lo nervioso que estaba el domingo a la mañana.
Hacía casi tres meses que no veía a su padre y por fin se iban a encontrar para el asado. Los dos solos. El Alan no tiene hermanos y mamá Hilda se fue hace ya unos años, cuando no había coronavirus. Vive cada uno en una punta de la ciudad, en esta Córdoba tan extensa que parece interminable.
Quedamos en encontrarnos en su casa, me dijo Alan, porque él es el factor de riesgo. Me dijo eso y se quedó rascando la cabeza. “Factor de riesgo”, así hay que llamar a los padres en estos tiempos.
Al viejo ya lo habían hisopado, me siguió contando. Parece que una vecina lo oyó toser dos o tres veces en el patio una siesta de finales de marzo. Él había puesto la reposera al sol y leía unas cartas que mi vieja le había escrito cuando eran novios. Todo esto porque con la cuarentena se le dio por recordar. Y el viejo cada vez que recuerda tose, como si quisiera sacarse algo de encima.
Entonces la vecina, que quizás no tiene idea de lo que es un recuerdo, en vez de preguntarle por qué tosía llamó al 0-800-COVID y dijo que tenía un caso sospechoso. Y debe haber llamado varias veces porque la ambulancia cayó como dos días después y ahí mismo le sacaron los mocos para analizar. Por suerte no se lo llevaron. Por suerte y porque el viejo mintió que jamás en la vida había tosido.
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La cuestión es que yo estaba tan nervioso como el día que me casé, o el que me divorcié. Nunca pensé que iba a extrañar tanto al viejo. ¿Sabés qué es lo que más extrañaba? Su palmadita en el hombro. La primera que recuerdo fue cuando me recibí en la facultad. Vos viste que el viejo es un duro, Jorge. Por eso, porque han sido escasas en la vida, las palmadas me provocan una sensación tan afectuosa, tan cálida, que el tiempo que paso lejos de esas manos siento como si me sacaran el respaldar de la silla.
La cuestión es que llegué temprano a la casa. Antes de las doce. Igual él ya había calculado mi ansiedad porque la carne estaba en la parrilla. Me gritó desde el baño. Que fuera picando algo que ya salía. Le temblaba un poco la voz. O me temblaba a mí el oído de tanta ansiedad.
Cuando escuché la puerta del baño sentí un chiflete de aire helado en el medio del pecho. Crucé los brazos. Me senté en la vieja silla de la abuela. Me levanté. Me acomodé el pelo. Me arremangué. Volví a estirar las mangas. Hasta que apareció.
Tenía una media sonrisa, que en él era un signo de alegría infinita. Pero me miraba con ojos opacos, como si ocultara un reproche o una debilidad. Y ahí fue que estiró los brazos para no demorar el abrazo que tanta falta nos hacía. Yo me quedé quieto, señalándome el barbijo. Tratando de explicar de ese modo arisco que teníamos que respetar la distancia. Que lo estaba cuidando.
Pero el viejo no se detuvo. Ni pestañeó. Avanzó sobre mí con la misma determinación del principio y me sujetó los codos con esas manos gruesas que tienen los padres de antes. “Si me llegás a saludar con uno de estos ¬–me dijo- te hago un bife de hígado y te mando a tu casa”.
Nos reímos. No reímos como si jugáramos al rinraje. Nos reímos hasta encontrar un mismo tono de risa. Uno que borrara los codos, la distancia, mi barbijo y el tiempo que llevábamos sin tocarnos. El de los meses de ahora, el de los años de siempre.
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Tenía que abrazarlo. Despegar mis codos de sus palmas y apretarlo firme hasta que no quedaran rastros de ausencia. Pero no podía. Quizás las reglas del aislamiento, quizás los silencios, los agujeros de la memoria. Me mantuve quieto y rígido, tratando de disimular, insistiendo con la mirada en las reglas del cuidado. Estaba atrapado entre el deber y el deseo y no podía determinar dónde estaba lo auténtico y dónde la farsa.
Hasta que el viejo se hizo cargo también de mis dudas. Hizo apenas un movimiento para atraerme y me desplomé sobre su pecho como creo no haber hecho nunca en mi vida. Me apoyé en su hombro y mientras él me sujetaba cada vez más firme con el abrazo yo iba rodeándole la cintura, como un chico se aferra a su madre para no perderse en el gentío.
Sin darme cuenta, o tal vez, con la lejana sensación de que era así como debía ocurrir, le devolví a ese hombre su estampa de papá. Del protector todopoderoso, de la persona en la que se puede confiar, de la que se puede esperar, del padre que emerge gigante entre las mezquindades del mundo.
Supe que fue inmensamente feliz. Que ya no se trataba de sentirse un pobre anciano que requería cuidados. Y seguro le habrá caído una lágrima porque yo no podía ocultar las mías. Pero me dio la palmadita en el hombro.
Hijo querido, me dijo. Sólo eso. Y comimos un asado jugoso, como nos gusta a los dos. Que los dientes se hundan en el sabor de la carne.
Volvió a lagrimear, el Alan, en el final de su relato. Después no sabía cómo secarse. Si con la manga, los codos, o dejar que las lágrimas cayeran por su peso. No podía abrazarlo. Las videollamadas no lo permiten. Como el coronavirus, que aún pretende que la distancia se lleve bien con el afecto.