Si esta vez el resultado tiene relación lógica con lo ocurrido, la sociedad empezará a señalar como actividad criminal a la que realizan los lobbies de las armas, sus cabilderos y los congresistas que defienden el monstruoso statu quo porque a sus campañas electorales las financian esos grupos de presión.
Los autores directos de masacres cometen el crimen por locuras, traumas y trastornos, pero los que les permitieron acceder a las armas con que dispararon a mansalva contra multitudes inermes, cometen el crimen por codicia y por poder.
Habiendo ahora niños masacrados ¿se denunciará como criminales a los lobbies, cabilderos y congresistas que mantienen el derecho irrestricto a la posesión de armas de guerra?
Cada vez que un “loco suelto” gatilla un fusil de asalto en un centro comercial, un cine, un supermercado, un colegio o una universidad, la indignación y el debate se disipan como el humo de los disparos, ni bien se enfrían los cuerpos acribillados. Mientras duró, las voces indignadas atacaron la lunática interpretación de la Segunda Enmienda de la Constitución como un derecho ilimitado. También cuestionaron el accionar de poderosos lobbies de los fabricantes de armas, como la Asociación Nacional del Rifle (RNA). Se reclama en el Congreso las reformas pertinentes, pero después todo queda en la nada, hasta que llega la siguiente masacre y vuelve a darse el mismo ciclo de dolor, indignación, reclamo y olvido.
Ocurre que el dinero de la RNA y otros lobbies de las armas riegan las campañas de muchos políticos, logrando fundamentalmente en el Partido Republicano que haya suficientes congresistas dispuestos a cerrar el paso a cualquier reforma que limite al ciudadano la posibilidad de comprar cualquier tipo de armas.
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Esa legislación ha convertido a los Estados Unidos en el único país del mundo en el que hay más armas que habitantes y el que posee la peor estadística sobre masacres perpetradas por lunáticos. Pero la indignación y los reclamos siempre se extinguen hasta la próxima masacre, tras la cual vuelve a ocurrir lo mismo y así indefinidamente desde que en la segunda mitad del siglo pasado empezaron a aparecer los exterminadores que, sin pertenecer a mafias ni organizaciones terroristas, abren fuego con armas de guerra contra una multitud sin que exista razón alguna para atacarla.
En la década del ’70 empezó a repetirse la pesadilla de los individuos que, repentinamente, entran en trance exterminador y se convierten en asesinos en masa; un flagelo que no tiene que ver con el crimen organizado ni con el terrorismo, sino con patologías mentales y sociales.
Al principio, se trataba de excombatientes que regresaron con desequilibrios emocionales de las guerras en Corea y Vietnam. Los traumas generados, sobre todo en la jungla vietnamita, explicaban la epidemia de masacres al comienzo. Pero esos traumas se diversificaron y las masacres se multiplicaron. Lo que no cambió fueron las leyes sobre el acceso a las armas de guerra que protagonizan las sangrías. Por eso, después de cada masacre, los norteamericanos se sumergen en debates sobre la legislación que pone fusiles de asalto al alcance de lunáticos que, por trastornos, por consumir drogas o teorías conspirativas o por racismo, xenofobia o lo que sea, disparan contra multitudes inermes. Y los estériles debates repiten sus frustrantes desarrollos.
El problema no es sólo la codicia de los fabricantes de armas y la falta de escrúpulos de los congresistas conservadores. En Estados Unidos existe una cultura de las armas que tiene que ver con su historia.
En el siglo XIX surgieron inventores de armas que se convirtieron en industriales para fabricarlas y venderlas a gran escala. Así amasaron sus fortunas Samuel Colt, el inventor del revólver con tambor giratorio que puede disparar varias balas sin ser recargado, y Oliver Winchester, que creó el fusil que se recargaba accionando una palanca situada debajo del gatillo.
También hubo otros inventores, como Horace Smith, que produjo masivamente la pistola que inventó, al asociarse con Daniel Wesson. Colt, Winchester y Smith and Wesson son algunos de los nombres que aportaron al capitalismo decimonónico.
Esas armas fortalecieron la particular forma de expansión territorial que se realizó ese mismo siglo. Mientras que en países como Argentina, fue el ejército el exclusivo protagonista de las campañas que aniquilaron a los indígenas para incorporar sus tierras al joven país, en Estados Unidos la expansión hacia el Oeste se hizo a través de los civiles. El Estado les daba el título de propiedad sobre tierras situadas en territorios de apaches, comanches, siux y otros pueblos nativos. Los vaqueros protegían la propiedad y el ganado con sus propias armas.
Ese modelo de expansión territorial a través de civiles había comenzado con los colonos que empezaron a adentrarse en el territorio desde las trece colonias de la costa Este. Cuando la corona británica quiso cobrarles impuestos por las tierras que ellos habían conquistado con sus armas, las usaron para defenderse de lo que consideraban un espolio. Y cuando la metrópoli europea quiso quitarles las armas para poder cobrarles, saltaron las primeras chispas de la guerra independentista.
En esa historia comenzó a moldearse una cultura de las armas y está una parte de la explicación de las dificultades que existen para impedir el acceso libre a la posesión de armas que sólo debieran utilizarse en la guerra.
Se trata del único país donde existe el derecho a protestar y manifestarse públicamente portando armas de guerra. Hace dos años, decenas de hombres armados con fusiles de asalto tomaron el capitolio de Lansing para protestar contra la política anti-covid de Gretchen Whitmer, la gobernadora demócrata de Michigan.
El tema no es el derecho del ciudadano a poseer un arma, sino el desopilante derecho a estar armado hasta los dientes. Una cosa es tener una pistola, un rifle o una escopeta, y otra muy distinta es poseer uno o muchos fusiles de asalto. Las armas automáticas y semiautomáticas son las protagonistas de las masacres.