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La niña que escucha las piedras

La historia de Lucía emocionó al país. Ciega de nacimiento, va todos los días a caballo a la escuela. Acá los detalles de una entrevista llena de secretos.

Fredy Bustos
Por Fredy Bustos
23 de octubre 2017, 23:40hs
Lucía y su hermosa sonrisa que no se borra nunca de su rostro.
Lucía y su hermosa sonrisa que no se borra nunca de su rostro.

La vi ciega y no me sorprendió verla trepar un cerro a caballo. Tiene una hermana de dos años. Entre las dos juegan a las corridas en medio de las piedras y Lucía no se tropieza. No me llamó la atención ver cómo le daba de comer a los chanchos del chiquero hecho de pircas. La imagen que más me llamó la atención de Lucía fue esta foto.

Está su familia reunida entre los molles al lado del corral de las cabras. Todos hablan a la vez con esa tonadita “saltarina” como los arroyos de la sierra. Lucía abraza sus rodillas, las palmas de la mano le hacen cosquillas a la tierra. Se asienta sobre sus talones y el sol se va a dormir allá al oeste, más allá del Valle de Traslasierra. Lucía asienta las mejillas sobre las rodillas abrazadas y el pelo le cae como las ramas de un sauce llorón. Ahí, justo ahí, me di cuenta de que las lágrimas de Lucía son del sol y que la sonrisa le asoma en la carita cuando la tierra, que solo ella escucha, le cuenta un secreto que nadie más sabrá.

La niña que escucha las piedras
La niña que escucha las piedras

El día que la fuimos a conocer, Lucía faltó a la cita. No fue al cole como hace casi todos los días. Su mamá bajó los 12 kilómetros hasta la escuela caminando, para explicarnos la ausencia de su hija: “Salió con el caballo y ahí nomás pegó la vuelta, decía que no se sentía bien”. Le dijimos que no se haga drama. De paso hablamos con la gente del IPEM de La Paz. Nos contaron que es una gran alumna, que pasa muchas más horas en el colegio, a diferencia del resto de los chicos, y eso tiene una explicación.

Como Lucía es ciega, baja con sus dos hermanos y se queda hasta que ellos terminan la jornada extendida que les corresponde a los últimos años. Lucía va a primero. Su día de escuela es más corto, pero está acostumbrada. Hizo la primaria en Bola Loma (el pueblo de al lado) y también tuvo que hacerla a los tiempos de los más grandes.

Cuando al atardecer las sierras grandes se pintan del color púrpura del sol, la casa de Lucía queda a mitad de esa pared hermosa entre el cielo y la Paz. Por eso, la gente dice “allá baja Lucía de su casa”. Su casa está a 12 kilómetros del pueblo. “Bueno, vamos con usted hasta su casa, Liliana”, le dijimos. Liliana miró el auto de El Doce y se río: “Se van a quedar a mitad de camino”.

El marido de la directora del IPEM nos acompañó en su auto. Cosa que si se nos colgaba en una piedra, nos volvíamos con él. Casi nos quedamos clavados en una trepada. Seguimos y llegamos hasta un punto donde no se puede avanzar más. Caminamos. En un momento el camino desaparece y lo que sigue es una huella de mula que termina en la casa.

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La casa de Lucía está en medio de un cajón que hace la sierra grande. Hay nogales, tabaquillos, algarrobos, moreras y molles. Una tropilla de perros de todos colores ladra cuando ve bajar gente por la huella. Ya son más de las 18:00 y lo que queda es el atardecer más lindo y largo que tiene Córdoba. Los cabritos en el corral festejan hambrientos porque ya es hora de encerrar a las madres. Y entre todo ese concierto de bichos y pájaros está Lucía sentada al lado de su hermana y su abuela. 

La casa antes era un rancho de adobe. En el programa de erradicación de ranchos del Gobierno de la Provincia, la vieja casa de piedra y adobe fue tirada. El camino que casi llega a la vivienda de Lucía se abrió para que los camiones puedan llevar los materiales. Levantaron una casa que no tiene vinchucas, pero tampoco tiene una cocina, no tiene lámparas porque tampoco tiene electricidad. Como no tienen electricidad, tampoco tienen heladera. Sin heladera, comer les cuesta el doble porque no se pueden dar el lujo de tener alimentos de más.

Lucía, su hermana y la abuela no estaban sentadas en el patio. En realidad estaban sentadas en la cocina. Una hornalla hecha con piedras y hierros viejos que escupía rescoldo tibio con cada oleada de viento. Lucía miró con sus oídos para el lado que llegaba la gente y se dio cuenta que mamá y sus hermanos no venían solos. Para cuando saludamos, Lucía estaba empacada como una piedra. No quería saber nada con las visitas de la tele. “Saludá, Lucía, no ves que han venido de lejos”. Nada. Lucía estaba dispuesta a seguir su vida sin que una televisión, que ni ve, ni escucha, la venga a molestar.

Con Jorge Safita, el camarógrafo, nos miramos y dimos la nota por perdida. Guardamos los micrófonos, las cámaras go pro, y nos sentamos como se asientan esos tierrales molestos para la vista que dejan los autos al pasar. Una vez que se asentó el silencio, Lucía desplegó las alas de su vida diaria y todo se fue iluminando. Jugó a la mancha con la hermana entre un pedazo de montaña pelada. El piso totalmente irregular y lleno de piedras del patio le juega una mala pasada a cualquiera, pero Lucía iba como si estuviese corriendo en la pista del Kempes. Después llegó el momento de darle de comer a los chanchos y de nuevo Lucía como si viese mejor que nadie.

La madre me miraba asombrado y me contó que perdió la vista en el mismo embarazo culpa de la toxoplasmosis. Que en la casa no hay gatos, pero que en su momento vivió en la de una tía que sí tenía. “Lucía, andá y fijate si hay huevos”, le dijo el hermano. Y allá fue la Luchi con su hermana. En treinta metros a la redonda, entre vertientes, piedras, pircas, espinas y árboles. Lucía fue descubriendo los nidos que hacen las ponedoras, uno a uno, sin errarle a un solo centímetro. Y ahí escuché su voz.

 - Ponete bien esa zapatilla, se te salió y te vas a hincar con algo, le dijo a su hermana y la más chica se volvió un par de pasos a buscar la Croccs que se le habían salido.

Más tarde, hablamos unas palabritas para hacer la nota, pero ya lo había visto todo. Me quedé un rato pensando en lo duro que fue para esta gente, para la abuela ver cómo las ganas de ayudar a veces los desgarró como cuando les tiraron el rancho pero no fueron capaces de dejarle un panel solar para que tengan un heladera. Les hicieron un camino y pusieron la placa inaugural, pero ningún remisero de la zona es capaz de llegar a la casa por miedo a romper el auto.

Se hizo de noche. Y recién ahí me di cuenta que no tenían nada de luz. “Ni siquiera una batería”, me dijo el hermano. “De noche, todos somos Lucía”.

La familia se quedó hablando y Lucía sentada sobre sus talones abrazando sus rodillas. Quizás se sienta así para regresar un ratito a la panza de su mamá, pensé, la última oscuridad donde todo no le era tan cuesta arriba. 

 + VIDEO: Disfrutá la entrevista con Lucía para "Gente con ganas":

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