Andrés “Cuervo” Larroque es el dirigente de mayor confianza de Máximo Kirchner. Máximo Kirchner es el dirigente de mayor confianza de su madre, Cristina Fernández. Cuando habla Larroque se debe siempre seguir ese hilo para determinar en nombre de quién lo está haciendo.
Por eso, hay un elemento claramente desestabilizador en palabras como “el gobierno es nuestro” y poniendo en posturas antagónicas al presidente y la vicepresidenta.
Pero Larroque ha hecho algo más que vaciar un bidón de nafta sobre el incendio de la turbulenta relación entre Alberto y Cristina Fernández. Lo que ha hecho el secretario General de La Cámpora y ministro de Desarrollo de la Comunidad de la provincia de Buenos Aires es poner en palabras a una más que peligrosa concepción del poder, desde la cual se puede analizar también el fracaso argentino.
No hay necesidad de recurrir al psicoanálisis para colegir que las palabras del dirigente camporista denotan que para una buena parte de la dirigencia política de la administración delegada y temporal de los asuntos públicos es tomada como bien propio. Un dirigente o un grupo de dirigentes que consideran que el gobierno puede ser tomado como algo que les pertenece y en función de ello, confundir todo.
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Un concepto que deforma la esencia de la democracia y del sistema representativo. En teoría, el dueño de un gobierno es el pueblo. La ciudadanía, como titular del poder y ante la imposibilidad de ejercerlo en forma colectiva, lo delega a sus gobernantes a través del voto. Es una transferencia temporal y condicionada. Es decir, siempre en la teoría, el que ejerce el poder por la delegación del voto popular lo hace por un determinado período, con determinados controles y en función de ser un administrador de esos asuntos públicos.
Pero resulta que la teoría se va diluyendo a medida que uno se acerca a la práctica del poder concreto. Entonces, vemos gobernantes que arrancan muy confundidos superando aquel concepto del monarca Luis XIV, que pregonaba “el Estado soy yo”, para instalarlo en una especie de: “Yo soy más importante que el Estado”.
¿Una exageración? Basta con pegar una simple recorrida por la ciudad o la provincia de Córdoba para darse con un montón de carteles, placas, señales identificatorias donde el nombre del gobernador o el intendente está en un tipo de letra de hasta el doble que la obra marcada.
Entonces, mucho más importante que el puente construido con recursos públicos, con la contribución de cada uno de los ciudadanos que tributa en determinado lugar, es el nombre del gobernante. Van a encontrar ejemplos a raudales a lo largo y ancho de la ciudad de Córdoba y de la provincia. De esta gestión y de las anteriores.
¿Cuántas veces escuchamos a presidentes, gobernadores, intendentes, ministros, secretarios diciendo “yo hice”, “voy a hacer”, “puse la plata para …”? ¿Alguna vez se hizo algo con recursos propios de un gobernante o funcionario o todo lo que se hace es con un dinero que se toma de manera compulsiva de los contribuyentes?
Así como hay clubes que hacen camisetas especiales con el nombre bien chiquito de todos los socios que aportaron para determinada cosa, las obras públicas deberían llevar placas con todos los contribuyentes al día.
Los riesgos
Ese concepto de la administración de lo público como propio, del gobierno delegado como mío nos lleva por caminos riesgosos. Es, primero, una manera de abrir las puertas al autoritarismo. De creer porque en una determinada elección fuiste el más votado te da derecho a hacer lo que se te cante.
“Los votos son de Cristina”, dice Larroque sin ponerse colorado. Si son de ella, para qué votar entonces. Se suponía que los votos son de los ciudadanos. Pero parece que no.
Pero esa concepción, que no es patrimonio ni una creación del kirchnerismo sino que la comparten con muchos movimientos políticos (incluso algunos que se autodefinen como republicanos), nos lleva a territorios más riesgosos y costosos aún.
El creer que el gobierno les pertenece como un bien adquirido o heredado es el que los lleva a confundir los dineros públicos con los propios. Y, de esa manera, engrosar de manera considerable su patrimonio en el paso por la función pública, sin que haya manera de establecer una correlación entre la remuneración percibida y el capital acumulado.
Corrupción le dicen en algunos lados. Se llega ahí cuando se arranca con confusiones como la de Larroque. Por eso, el kirchnerismo es uno de los cultores de ese mal que empobrece a las sociedades. Pero no es el único, hay unas cuantas corrientes políticas que lo practican, algunas con un fuerte discurso ético incluído.