El traspaso de los atributos del mando del presidente saliente al entrante, es una formalidad de las democracias. Pero no es un acto superficial. Todo lo contrario. Es la más profunda de las ceremonias institucionales. Visibiliza el mandato conferido por el pueblo que el mandatario que concluye debe entregar, personalmente, al receptor del nuevo mandato decidido por la sociedad.
Los líderes con instinto democrático entienden la obligación de entregar los atributos al sucesor, aunque sea un adversario político. Quienes hacen lo contrario, muestran la naturaleza autoritaria o el instinto mesiánico de quien no puede actuar como mandatario del pueblo, que es el soberano, porque ellos se sienten soberanos predestinados a gobernar en virtud de designios superiores; Dios, para algunos; la historia, para otros.
Jair Bolsonaro fue el tercer político de este tiempo en exhibir ese instinto oscuro. Antes que él, lo hicieron Cristina Kirchner y Donald Trump. No haber soportado pasar el mando a un adversario al que consideran “enemigo”, muestra que hay algo en común entre los tres, que no tiene que ver con lo ideológico.
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Bolsonaro dejó Brasil horas antes de que Lula da Silva asumiera por tercera vez la presidencia. Podría ser apuro por evitar la intemperie de inmunidad que implica dejar el cargo en un país donde rondan procesamientos en su contra. Pero lo seguro es que no está en su naturaleza poder cumplir con la profundidad democrática de entregar el poder al adversario. Y también es seguro que no haber pasado los atributos del mando a Lula es una señal de que intentará destruir su gobierno.
Por qué esperar otra actitud de quien, mientras gobernaba, pidió a los militares intervenir contra el Congreso y contra el Superior Tribunal Federal, además de propiciar que sus fanáticos materializaran la metáfora de “golpear la puerta de los cuarteles” para pedirle al ejército que impida la asunción de Lula.
El nuevo presidente lo sabe. A diferencia de sus dos mandatos anteriores, el Brasil que ahora gobierna está partido y al bloque opositor intentará liderarlo un extremista de pulsiones violentas, que carece de pruritos democráticos. Con la cantidad de bancas que controla su fuerza política, Bolsonaro tendrá un poder de obstrucción inmenso, salvo que el Partido Liberal se “des-bolsonarice” y vuelva a ser el partido centroderechista que integró los dos gobiernos anteriores de Lula.
Hoy hasta resulta insólito que el partido que llevó a Bolsonaro al poder provenga de la misma fuerza política que lideraba José Alencar, el anterior vicepresidente de Lula.
La fórmula para el tercer gobierno parece la misma: una coalición oficialista que abarque desde la centroizquierda hasta la centroderecha. Pero una diferencia es que en las gestiones anteriores, Lula puso a los liberales Antonio Palocci y Enrique Meirelles al frente de la economía y la política monetaria, mientras que en esta ocasión nombró ministro de Hacienda a Fernando Haddad, dirigente paulista del PT.
Sus discursos de asunción visibilizaron la intención de priorizar la lucha contra la pobreza extrema y contra la desigualdad, pero sin descuidar el equilibrio fiscal, como reclamó semanas antes Roberto Campos Neto, el presidente del Banco Central.
El nivel de compromiso asumido por Lula en el discurso de asunción del mando que dio en las afueras del Palacio del Planalto, con lágrimas brotando a borbotones en los párrafos que describían situaciones sociales desesperantes, confirman la voluntad de luchar contra la pobreza extrema y de construir equidad social. La pregunta es si podrá hacerlo sin generar un déficit que inquiete a los mercados.
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Otra pregunta es si la exacerbación ultraconservadora que generó el presidente anterior se transformará en violencia política contra el gobierno y también contra las minorías étnicas y la diversidad sexual.
Si Bolsonaro y sus hijos logran mantener la gravitación alcanzada sobre el Partido Liberal, los escaños de esa fuerza política procurarán impedir que Lula vuelva a desplegar con éxito su política negociadora de consensos en el Congreso. A la extensión legislativa de la grieta que divide al Brasil, se suma como dificultad para consensuar políticas el bloqueo a viejas prácticas como las que en los anteriores gobiernos petistas generaron escándalos como los llamados “mensalao” y “petrolao”.
También es diferente el panorama en la región. La mayor diferencia con los dos gobiernos anteriores de Lula da Silva, es que ahora no está Hugo Chávez corriendo por izquierda a los gobernantes de corte centro-progresista y embistiendo de frente contra los gobiernos centristas y centroderechistas.
La política regional apuntaría a llevarse bien con todos los gobiernos, incluidos los regímenes autoritarios, pero bajando intensidad al “amiguismo” y las fraternidades ideológicas que practicó en los tiempos de Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Fidel Castro.