Me presento. Mi nombre es Papá Noel. Es el más común. Muchos me dicen Santa Claus. Algunos confianzudos me llaman el Viejo Nicolás y un puñado de viejos amigos directamente el Gordo Nicolás. En algunas épocas y regiones llegaron a confundirme con el Niño Dios, pero no creo estar a su altura.
Ayer, como todos los 8 de diciembre, me puse a espiar a la gente que armaba sus arbolitos. Miraba por las ventanas, desde los jardines, en algunos casos me deslicé por las chimeneas o las claraboyas. No me imiten, espiar está mal, pero yo me tomo estas concesiones para ir chequeando el trabajo que voy a tener en navidad.
Siempre hay algo que me sorprende. Este año fue Emilia. Una nena sociable y muy laboriosa que vive en un pueblo de las sierras de un país llamado Argentina. Emilia decidió hacer un árbol con hojas de papel y, válgame Dios, le salió precioso.
Se propuso que tuviera tantas ramas y hojas como seres queridos tenía en su pequeño mundo. Insistió en que no podía faltar nadie, porque hay pocas tristezas peores que no sentirse querido, así que pasó un buen tiempo anotando nombres y escribiéndolos en las hojas y ramas. Al final le quedó un árbol enorme, frondoso, que pintó con los verdes más vivos, y lo expuso para que toda su familia aplaudiera el amor con el que lo había hecho.
Reconozco que, aun viejo y cansado, se me cayeron las lágrimas. No estaba muy seguro, pero tenía la sensación de que el mensaje esperanzador de Emilia iba a chocar varias veces en su viaje por el mundo. Y en efecto así fue.
Otros tuvieron la misma idea. Armar el árbol de papel con la gente a la que amaban de verdad. Pero en lugar de árboles tupidos les salían escuálidos, casi desvalidos. Los nombres que fluyeron a sus memorias fueron muy pocos. Puñados, apenas, que se contaban con una mano, dos cuanto mucho. Muchos miraban el árbol flaco que les había quedado y se encogían de hombros. Pero contaban y contaban y no podían sumar nuevas ramas. Ni nuevas hojas.
Es cierto, es tan poca la gente que se quiere de verdad, por la que alguien está dispuesto a darlo todo, que siguiendo la regla de Emilia la mayoría de los arbolitos caería ante el primer viento.
Saqué una cuenta simple. Hay casi ocho mil millones de personas en el mundo, pero entre tanta gente, uno ama de verdad a cinco o diez. Y eso significa que la inmensa mayoría de los seres humanos andan como los arbolitos, con muy pocas ramas, con muy pocas hojas.
Volví a llorar. Este fin de año no me siento con las energías suficientes como para tapar esos agujeros de amor que gobiernan la Tierra. He engordado unos kilos porque mucho no pude moverme y los renos no rinden lo mismo con los barbijos. Es más, el distanciamiento social hace que no puedan trabajar en equipo como se debe y a menudo el trineo zigzaguea y se demora más de la cuenta.
Por fortuna no terminé mi día sin darme otra vuelta, aunque fastidiara a los renos. Volví a casa de Emilia y la vi contemplar con una sonrisa de oreja a oreja su árbol tan lleno de cariño. ¿Habría algún secreto en eso de querer de verdad a tanta gente? Porque ella miraba todo con una naturalidad avasallante. Nada que la impulsara a dudar que su árbol estuviese fuera de las reglas del mundo.
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Contravine todas las disposiciones. Apelé a todos los métodos. Naturales y sobrenaturales. Al fin y al cabo para algo soy Papá Noel. Esperé el momento oportuno y le hablé de a poco. Para no asustarla. Para que supiera quién soy. La felicité por el arbolito, por el papel, por los nombres. Le dije que me gustaría darle el abrazo más poderoso del universo si me estuviera permitido. Y le pregunté cómo hacía para querer a tanta gente. Ella me miró con la inocencia de los niños convencidos. Me habló de un tío viejo como yo, con menos panza pero menos pelos, que el día de una pelea con una compañerita del colegio le dijo que uno tiene que querer a todas las personas que conoce. Que eventualmente, si alguno hace algo malo, puede perder el cariño, pero siempre serán muchos más quienes lo merezcan.
Le dije que me parecían palabras sabias. Aleccionadoras. Me dijo que le costó bastante escribir los nombres de todas las personas que conocía, porque nunca nadie le había hecho nada malo. Le dije que esperaba que el año que viene el árbol fuera aún más grande, aún más bonito. Me prometió que así iba a ser y que si me hacía un tiempito volviera a visitarla de vez en cuando.