El ostracismo era la condena más dolorosa de la antigua Grecia. Pero la expulsión del ciudadano de la polis, prohibiendo su regreso, no era decidido por un tirano, sino por los otros ciudadanos, a través de una votación. Los nombres de los condenados eran anotados en la parte cóncava de trozos de vasijas de cerámica, llamadas “ostrakon”, de donde viene también la palabra ostra y ostracismo, que equivalían a las papeletas del voto en las democracias modernas.
Lejos de la cultura democrática que tiene en sus raíces a la polis ateniense, en Nicaragua fueron Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, los que condenaron al ostracismo a 222 disidentes que tenían encarcelados.
¿Por qué el déspota nicaragüense cambió a dos centenares de presos políticos las celdas por el destierro? Si bien haberlos acusado de traición a la patria y haberlos expulsado del país prohibiéndoles el regreso es durísimo, mucho más duro para esos prisioneros era el encierro en las cárceles del régimen.
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Antes de caer en la angustia del destierro, los liberados sintieron el alivio de la excarcelación. Por eso la medida aplicada por la dictadura Ortega-Murillo puede ser considerada una concesión. ¿Por qué la hizo? Sencillamente, porque esos encarcelamientos eran impresentables e insostenibles. Daban a los críticos internos y externos del régimen un argumento irrebatible sobre su naturaleza dictatorial.
Sucede que, para garantizarse el triunfo en la última elección presidencial, encarceló con acusaciones gravísimas e improbables a todas las figuras notables que presentaron candidaturas.
Empezó por apresar a Cristiana Chamorro, temeroso de que se repita con ella la derrota que le propinó su madre, Violeta Barrios, en la primera elección libre y plural, que se realizó en 1990, tras una década encabezando un gobierno revolucionario.
Pero Cristiana Chamorro no era la única candidata con chances de derrotarlo en las urnas, razón por la cual encarceló a todos los demás. Una trampa política tan autoritaria y burda como esa no pudo sino generar una ola de denuncias y repudio de otras figuras notables de Nicaragua, pero la respuesta de Ortega y de Murillo fue también encarcelarlos.
Así terminaron convertidos en presos políticos del dictatorial matrimonio hasta próceres de la guerra revolucionaria sandinista. La calaña de Daniel Ortega quedó definitivamente expuesta al ordenar el encarcelamiento de Hugo Torres, nada menos que el llamado Comandante Uno, quién junto al Comandante Cero, Edén Pastora, condujo la toma del Palacio Nacional que marcó el comienzo del fin de la dictadura somocista. Pero además, Torres fue el guerrillero que se jugó el pellejo en una operación comando perpetrado en 1974 para liberar a los líderes sandinistas que estaban en las cárceles de Somoza, entre ellos Daniel Ortega.
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El comandante Torres murió en la celda donde recluyó Ortega, aparentemente por los malos tratos y las desatenciones sufridas. En una celda cercana quedó recluida Dora María Telles, la mujer que comandó uno de los bloques de la guerrilla del FSLN y participó, junto a Torres y Pastora, en la toma del Palacio Nacional.
Otros muchos intelectuales y dirigentes que apoyaron al sandinismo en la lucha contra el poder de la dinastía Somoza, estaban entre los dos centenares de presos políticos del régimen Ortega-Murillo.
Una brutalidad tan impresentable y grosera, que el matrimonio se vio obligado a negociar con Washington y terminó aceptando la excarcelación de los 222, aunque quedó preso el obispo Alvarez y otros religiosos que rechazaron el destierro.
La masiva excarcelación fue una concesión de Ortega, pero la ejecutó con tanta vileza y crueldad, que los condenó al destierro, como bajo el estigma de “apátridas”. O sea, le aplicó el castigo del ostracismo que la antigua democracia griega reservaba a los forajidos. Pero en la polis lo decidían en votación los ciudadanos, mientras que en la Nicaragua actual lo deciden un envilecido déspota y su esposa.