Estaban ciegos y serenos en un corral al lado del camino. Por el camino, tres hombres montados, arriaban una tropa de vacas y terneros para llevarlos a un potrero seguro lejos de las llamas.
Más atrás, en un complejo de cabañas, el olor a resina de pino quemada penetraba profundo en nuestras narices. Los bomberos talaban un eucaliptus ardido para que sus ramas no contagien de fuego a los pinos y la cosa aún se ponga peor.
Pasaba en San Jorge. Y ahí estaban los dos: la yegua y su potrillo con olor a pelo quemado. Los dos con los párpados soldados por el fuego y las orejas tiradas para atrás en señal de entrega y dolor. Las patas lastimadas y las llagas a rojo vivo.
En quince años cubriendo incendios para El Doce nunca había visto algo así. Alguien los rescató de un pastizal ardido del que no pudieron escapar. Ciegos los dos, se buscaban por el olor, pero su olor no está más, el fuego se lo llevó cuando les chamuscó la vida. Saben que el otro anda cerca porque se llaman entre relinchos que cortan el humo. Pronto el potrillo tendrá hambre y la madre le va mezquinar su teta herida.
He sentido en estos años todos los olores y dolores que dejan los incendios, el pánico de las familias, los pájaros sin nido, las vacas carbonizadas de San Miguel de los Ríos, el fuego eterno de los pinos de Athos Pampa y los caminos que nos encerraban en llamas cerca de Las Bajadas. Pero nunca vi la desesperación agonizante de una cría buscando a su madre que está al lado mismo de su paisaje ennegrecido. Seremos capaces de tanto.
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Mucha gente me preguntó si la yegua y el potrillo en el video están llorando. Creo que no, creo que los párpados se han sellado a fuego y esa expresión les dejó el calor letal. Esa expresión y un olor que no me olvido más.
Me quedé ahí con ganas de darles una caricia, pero solo hasta que lleguen las manos sabias de los veterinarios, las manos nuestras de los humanos ya les han hecho mucho daño.