Hace tres meses, cuando las vacunas empezaron tímidamente a acelerar su llegada a la Argentina, hubo quienes advertían que las vacunas eran indispensables para atravesar con relativo éxito una elección de medio término, pero no suficientes.
Los datos duros de la economía estaban gestando una ola silenciosa de enojados no sólo porque no se alcanzaron mejoras objetivas –resumidas en aquello de “llenar la heladera”- sino que se retrocedió ostensiblemente. El salario medio privado, en dólares oficiales, hoy está en apenas 434 dólares blue. Eso es 14% debajo de lo que se ganaba en 2019 y 40% menos que en 2015, cuando perdió Cristina.
Las vacunas, evidentemente, no alcanzaron. Hoy la Argentina tiene 40% de su población completamente inmunizada: está mejor que Brasil o México, pero peor que Chile o Uruguay, que llegaron a ese porcentaje en mayo pasado, y que hoy están en el 70%.
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La ciudadanía entendió que esos números se podrían haber alcanzado antes, mucho antes, de no haber existido el capricho Pfizer, la polémica por los vacunados vip o el sugestivo enamoramiento con la vacuna de Hugo Sigman y de Vladimir Putin. Es más, el “capítulo vacunas” se debió borrar olímpicamente de la campaña: la foto del cumpleaños de Fabiola obligó a liquidar todo lo que se asociara al Covid.
Ese 40% de vacunados es apenas aceptable, pero quedó sumergido en el tsunami de malos datos que la ciudadanía le facturó al Gobierno el domingo pasado. Pero no es sólo la acumulación de malos datos de inflación, pobreza, deterioro salarial, empleo, déficit o brecha cambiaria: lo que falta es un plan creíble para superar todo eso.
Si la vacuna alguna vez fue un plan, no alcanzó. La debacle económica de Argentina requiere ideas de fondo, que nunca son las de cortísimo plazo. Y requiere, además, un equipo cohesionado dispuesto a hacer lo que haya que hacer para llevarlas adelante.