La Yakuza era la única mafia del mundo cuyos miembros eran identificables por tatuarse casi totalmente el cuerpo. Quizá inspiradas en la organización criminal japonesa surgida en el siglo 17, las pandillas salvadoreñas que nacieron en la colectividad de inmigrantes de El Salvador en Los Ángeles, empezaron a tatuarse todo el cuerpo.
En los ‘90, el nacimiento en Honduras de la Mara Salvatrucha y la mara Barrio 18, iniciaba el avance de este tipo de organizaciones delictivas juveniles a El Salvador, el país donde imperaron a sangre y fuego en las siguientes dos décadas.
Tegucigalpa fue la primera metástasis de las maras en América Central. San Salvador fue la segunda y donde construyeron su mayor poderío manejando el narcotráfico, el contrabando de armas, los secuestros extorsivos y otros rubros delictivos.
El siglo 21 comenzó con las maras apoderándose de El Salvador, donde el sistema bipartidista que alternó en el gobierno al ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y al izquierdista Farabundo Martín de Liberación Nacional (FMLN), la ex guerrilla convertida en partido político, no logró poner a esas organizaciones delictivas bajo control.
Esa violencia delictiva incubó la violencia institucional que convirtió a Nayib Bukele en un fenómeno político visible desde el mundo entero.
La presidenta izquierdista de Honduras, Xiomara Castro, fue la primer líder extranjera que intentó copiar el “modo Bukele” de guerra contra las maras. Y poco después, muchos mandatarios en el mundo, mayormente de derechas, invocaban al presidente salvadoreño como modelo de liderazgo.
Desde su pequeño país, el presidente salvadoreño irradió su modelo de liderazgo al mundo con videos en el que cientos de pandilleros apresados eran sometidos por sus carceleros a coreografías con estética de campo de concentración.
Sólo Fidel Castro había logrado proyectarse a escala internacional desde el conglomerado de países que integran las Antillas y América Central. Sin alcanzar la escala de adoración global que logró el dictador cubano, Bukele consiguió ser mostrado como modelo de líder derechista en muchos países del mundo.
Un líder personalista que se erige por encima de las leyes y de las instituciones republicanas.
Sobrepasando la legislación y las instituciones, o sea debilitando la democracia salvadoreña, Bukele logró arrinconar a las maras, quitándoles poder territorial y mostrándolas en retroceso. Y finalmente agregó otra embestida contra las instituciones republicanas: se valió de los consejeros de su partido, Nuevas Ideas, convertidos por él mismo en miembros del tribunal supremo de Justicia, para saltearse la prohibición constitucional a dos mandatos consecutivos. La candidatura a la reelección, conseguida con una victoria abrumadora, fue otro retroceso del Estado de Derecho en El Salvador.
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No obstante, la democracia liberal salvadoreña no empezó a debilitarse cuando Nayib Bukele irrumpió en el hemiciclo del Congreso rodeado de militares armados hasta los dientes para intimidar a la oposición. Tampoco cuando su guerra contra las maras dejó al margen derechos y garantías de la ciudadanía ni cuando usó la corte suprema de Justicia para “legitimar” la violación que implicó candidatearse para la reelección expresamente prohibida en la Constitución.
Así como a la democracia liberal de la República de Weimar no comenzó a destruirla Hitler, sino el Tratado de Versalles con las draconianas imposiciones que la hicieron presa fácil del nazismo, la democracia liberal empezó a debilitarse en El Salvador cuando las maras se convirtieron, de hecho, en fuerzas de ocupación que impusieron sus propias leyes y cobraron sus propios impuestos a la población.
Antes que Bukele, fueron las maras las que violaron garantías y derechos de la ciudadanía. Esas organizaciones criminales originadas en la colectividad salvadoreña de Los Ángeles, California, en los años ‘80, que desembarcaron a principios de este siglo en el país centroamericano para controlar desde el narcotráfico hasta el tráfico de armas, fueron las que redujeron las libertades públicas e individuales, comenzando por la libertad de transitar y desplazarse libremente que los ciudadanos necesitan como el aire.
Las palabras “banda” y “pandilla” no alcanzan a describir las que, en los hechos, actuaron como fuerzas de ocupación, iniciando la agonía de la democracia liberal que surgió de la negociación pacificadora de 1992 que puso fin a la guerra civil que ensangrentó la década del ‘80.
El Salvador salió de aquella pesadilla sangrienta, que incluyó la dictadura genocida del general Efraín Ríos Montt, con una suerte de Pacto de la Moncloa que se convirtió en la base de una democracia estable: los Acuerdos de Paz de 1992.
Por esos acuerdos, que fueron modélicos en el mundo, se alternaron en el poder durante tres décadas la ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que había liderado Roberto D’aubisson, impulsor de los escuadrones de la muerte que mataron dirigentes campesinos, líderes izquierdistas y defensores de los Derechos Humanos (incluido el arzobispo Arnulfo Romero), y el FMLN, la guerrilla izquierdista que se convirtió en partido político.
Bukele rompió ese bipartidismo y el rediseño del sistema político que impone está generando un régimen ultra-personalista de partido único. Pero la decadencia de esa democracia comenzó cuando las bandas delictivas conocidas como maras concentraron poder hasta convertirse en un estado superpuesto al Estado. Lo que hizo Bukele fue tratarlas como a un ejército invasor y, por cierto, la guerra que les impuso y las consecuencias políticas de sus victorias no restauraron la democracia liberal sino que siguieron empujándola por una vía que conduce a la extinción.